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En una democracia el ideal es que todos los miembros de una sociedad puedan pensar y actuar de manera diversa sin que ello implique peligros para su vida, así como ningún tipo de estigmatización o rechazo. En países como Colombia, sin embargo, esa es todavía una tarea pendiente en la que a veces se avanza, pero también en otras ocasiones se retrocede. Infortunadamente el lenguaje de la violencia para tratar de acallar voces o para buscar derribar un sistema con el que no se está de acuerdo hace presencia con efectos desastrosos para la sociedad en general.
Ante esta dura realidad en la que los colombianos nos hemos enfrascado durante décadas, y que en los tiempos recientes han tenido expresiones de verdaderas batallas urbanas entre algunos revoltosos y miembros de la fuerza pública con un balance de muertes vergonzoso, se hace necesario avanzar en la construcción de mejores fórmulas de convivencia, que también nazcan de la aplicación de remedios efectivos a diversidad de problemáticas que generan inconformidades en distintos sectores del país. Ese, no obstante, es un camino largo y lleno de dificultades que los colombianos debemos sortear con inteligencia.
Un intento en este sentido es la nueva Ley de Convivencia y Seguridad Ciudadana, que quedó en manos del presidente Iván Duque para su respectiva sanción. Durante su proceso de aprobación en el Congreso de la República se tuvo un arduo debate en temas que sectores opositores al Gobierno consideraron como una manera de justificar el abuso de la fuerza en las protestas y la legalización de una especie de paramilitarismo, al permitir que particulares que vean afectados sus bienes puedan reaccionar en su defensa de manera letal.
No hay duda de que el país necesita normas que sean mucho más duras contra los delincuentes que afectan de manera grave a los ciudadanos y que, en muchos casos buscan desestabilizar el país. Esta ley en varios aspectos apunta a ese objetivo y es bienvenido que las autoridades tengan mejores herramientas para golpear de manera más clara y directa a los criminales.
Así mismo, está muy bien que se castigue con severidad a los asesinos de policías y el uso de cualquier tipo de arma para intimidar y generar terror, y es acertado ampliar las penas de prisión contra atracadores y toda clase de delincuentes que afecten de manera grave la convivencia ciudadana, aunque en esto el Estado también deberá resolver el problema de hacinamiento carcelario, y el sistema de resocialización. De lo contrario, sería solo populismo punitivo con efectos contrarios.

También hubo debate con respecto a la protesta social. Lo cierto es que mientras no sea violenta no debería tenerse temor de reacciones desmedidas de las fuerzas del Estado, ni de particulares que quieran actuar en supuesta defensa. Ahora bien, siendo realistas, y observando lo ocurrido con los 46 civiles muertos en las protestas de mayo, algunos de ellos sin que hayan actuado como vándalos, se requiere una gran autorregulación de la Fuerza Pública, así como control a civiles que bajo el argumento de actuar en defensa propia puedan excederse. Tiene que haber quedado un gran aprendizaje en cuanto a que la protesta social debe ser pacífica siempre, y que la reacción para imponer el orden no puede justificar la muerte de ciudadanos inermes.