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Desde que Wikileaks transparentó miles de documentos que dejaron claro algo que se intuía, que la diplomacia es el arte de las apariencias, de lo políticamente correcto, contra las cosas que se dicen o se piensan de un Estado a otro, o de un gobernante a otro. Eso no es nada nuevo y precisamente la diplomacia se inventó para tratar de dialogar entre los que desconfiaban entre ellos, en épocas en que las fronteras se definían batalla a batalla. Los servicios de espionaje que tienen los países, sin reconocerlos, forman parte de estas historias de desconfianza y de hacerse los tontos frente a situaciones reales. Todos los tienen, pero todos los niegan. En lo teórico, la diplomacia es necesaria para que las naciones se puedan entender, cuidando precisamente las formas y sin tener que matarse.
Esta semana hemos visto una muestra de lo que aquí tratamos de significar. Joe Biden, el líder de la potencia militar más importante del mundo, decidió tragarse unos cuantos sapos y restablecer las relaciones con Arabia Saudita, monarquía a la que hasta hace apenas unos meses trataba de paria. Las afirmaciones del presidente norteamericano fueron en su momento relacionadas con el señalamiento al príncipe heredero y líder de facto de este país petrolero, Mohammed bin Salman, por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi, torturado, decapitado y su cuerpo desaparecido. Esto ocurrió en el consulado de ese país en Turquía. Ahora hasta foto y choque de puños hubo con el antes señalado. Las razones para el cambio de opinión y pragmática decisión: el petróleo y la amenazante presencia de Irán. No es para menos, Irán recibe esta semana al presidente ruso Vladimir Putin, y hay serios indicios de que avanza en sus planes de tener un arma nuclear, lo que afectará el balance en esa región del mundo, que Biden anotó no abandonará.
Hace poco veíamos también como Estados Unidos flexibilizaba su postura frente a Venezuela, otro paria para las democracias modernas. Las relaciones internacionales son asunto de sumo cuidado. Por eso, los ministros de relaciones exteriores, las cancillerías, en los países que entienden la importancia de la interdependencia en el mundo, son puestos allí con la idea de que tengan un talante conciliador, capacidad de prudencia y hacerse los de la vista gorda cuando el pragmatismo así lo requiera. No se reconoce, pero así funciona. Al final se trata de entender que hay sistemas diferentes, maneras distintas de relacionarse y este camino lleva a tomar la mejor decisión para el país que se representa, así eso implique faltar a la coherencia en ocasiones.
El pragmatismo ha permitido que cuando hace un par de décadas atrás se daba por sentado que la democracia y el libre mercado eran los sistemas idóneos para cualquier país que quisiera caminar al club de la modernidad internacional, hoy todo eso parece cosa del pasado y se ve cómo las principales potencias del mundo mantienen relaciones, las reactivan y las fortalecen con claros violadores de los derechos humanos, con países en los que no está permitido el disenso o incluso con regímenes asesinos, a conveniencia. Entre el deber ser y lo que es se mueve la diplomacia, pero sí toca lamentar que en aras de un bien mayor se sacrifiquen los derechos universales por los que se ha luchado tanto. Solo el tiempo dirá si es la forma correcta de hacer las cosas.