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Hace un año, en abril, la inflación en Colombia estaba en un nivel del 1,95%, mientras que las tasas de interés de intermediación del Banco de la República llegaban a solo el 1,75%. Eso hacía los créditos baratos y la posibilidad de que la economía lograra una reactivación. La realidad hoy es que la inflación está en niveles superiores al 8,01% y con tendencia al alza, razón por la cual el Emisor optó la semana pasada por elevar las tasas de interés hasta el 5%, siguiendo la fórmula ortodoxa de tratar de frenar el fenómeno inflacionario por las vías de encarecer el crédito. Los efectos reales es que el crecimiento económico puede verse afectado, aunque en esto el Banco es optimista, ya que proyecta que el Producto Interno Bruto (PIB) se incrementará en este 2022 en un 4,7%, por encima del 4,3% que había señalado inicialmente. 
Lo cierto del caso es que la inflación que afronta Colombia no tiene origen en situaciones internas, sino que se están viviendo los efectos de la difícil coyuntura mundial por la pandemia de covid-19 y por la invasión rusa a Ucrania. De hecho, el fenómeno comenzó en las grandes potencias, y se ha sentido con rigor especialmente en los Estados Unidos. El atasco en las cadenas de suministro, la llamada crisis de contenedores, llevó al aumento exagerado de los costos del transporte marítimo, lo que repercute en el precio de los productos.
Hay situaciones adicionales como la escasez de mano de obra en los países desarrollados, la falta de materias primas para la tecnología en los centros de desarrollo, a lo que se suma la reciente crisis energética derivada del conflicto entre Rusia y Ucrania. Eso explica la disparada en los precios del petróleo, los cuales se han duplicado en un año. Según el Banco Mundial, en casi la mitad de los países más ricos, la inflación ha estado por encima del 5%, algo que no se veía desde hace más de dos décadas, y que se asemeja a lo ocurrido durante las décadas del 70 y del 80.  Los países subdesarrollados también están recibiendo el impacto inflacionario, y en el caso de América Latina, según la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), el promedio del indicador se ha ubicado en el 7%, con causas ligadas a las alzas de los precios de la energía y de los alimentos, que reciben de manera directa el influjo del encarecimiento de fertilizantes y abonos, varios de ellos elaborados a partir de hidrocarburos. Lo grave es que la herencia dejada por la pandemia es que hay pocos fondos y mucha deuda, lo cual necesariamente golpeará duro las economías de la región, y frenará el crecimiento.
En lo cotidiano, los bolsillos de los ciudadanos seguirán sufriendo el impacto de la inflación creciente, mientras que los costos de los créditos seguirán en ascenso, y se afectará todo el sistema productivo. La coyuntura nos muestra un panorama gris, en el que apretarse el cinturón parece la única salida. Si las cosas salen como las vislumbra el Emisor, al final del año la inflación estaría en un 6,4%, y para el 2023 la proyección apunta al 3,8%. Algunos analistas creen que el Banco está haciendo cuentas alegres, con medidas locales que podrían tener efectos limitados, al tratarse la actual coyuntura de un hecho global que tampoco tiene horizonte de calma.
Se prevé que, de todos modos, en próximos meses serán necesarias nuevas alzas en las tasas de interés, que las pondría en niveles cercanos al 7,5%, pero en medio de la realidad de una inflación mundial con factores muy inestables, esa medida podría resultar sin efectos positivos, sino más bien con frenos mayores al necesario impulso económico.