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La protesta social es, sin duda, un derecho legítimo en una democracia. Es la herramienta que tienen los ciudadanos para expresar su inconformismo y rechazar medidas gubernamentales que las personas consideren inconvenientes o que las puedan perjudicar de alguna manera. Sin embargo, ese derecho tiene límites, como todos los demás, y no puede ser desbordado porque podría convertirse en expresión antidemocrática, en la que se buscaría por medio de la fuerza imponer criterios que no corresponden, necesariamente, al bien común.
En ese sentido, es muy acertado el fallo del Tribunal de Cundinamarca, en el que se afirma que la Alcaldía de Bogotá respetó los derechos de los manifestantes durante las movilizaciones de septiembre, pero pide un protocolo “exprés” que pueda aplicarse para el paro nacional convocado para el 21 de octubre. Esto significa que, tanto el Distrito como el Gobierno nacional deberán establecer unos lineamientos formales para que la protesta social se mueva en un marco de reglas claras, en el que los derechos que se defiendan en esas manifestaciones no colisionen con los derechos de otros que no compartan esas mismas ideas.
Lo fundamental aquí es que, en primer plano, debe estar siempre el objetivo de evitar una vulneración de derechos. Las reglas, desde luego, no pueden ser solo para quienes expresen su inconformidad, sino también para los funcionarios del Estado que no pueden abusar de su autoridad, ni de su condición de agentes armados para tratar de evitar la protesta pacífica. La brutalidad policial lo único que logra es deslegitimar la acción de la fuerza pública, así como el vandalismo deslegitima los justos reclamos que se enarbolan como motivos de las protestas. Por eso es vital tener protocolos claros acerca de la conducción de manifestantes a sedes policiales, y la limitación de armas letales en este tipo de circunstancias.
Lo clave es que esos protocolos para la protesta social, que ahora se piden con urgencia, de cara al paro del 21 de octubre, sean el resultado de armonizar lo que piensa el Ejecutivo y las organizaciones sociales; no pueden ser producto de imposiciones que vayan en contra del deber ser de una sana reglamentación. Si hay acuerdos, es más fácil que todos respeten las reglas; y un acuerdo en ese sentido sería ya una gran puerta para alcanzar acercamientos más profundos. Las infiltraciones violentas en cualquier sentido tienen que ser conjuradas con estrategias que permitan la protesta mesurada y sensata.

En ese mismo sentido, es pertinente reconocer que el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, haya acatado finalmente el fallo de la Corte Suprema de Justicia en el sentido de pedir perdón por la brutalidad policial que llevó al asesinato del ciudadano Javier Ordóñez y la muerte a tiros de 13 personas al día siguiente, cuando policías armados dispararon en contra de la muchedumbre que reclamaba por ese crimen. Sin embargo, es una lástima que la actitud del ministro solo haya cambiado cuando se vio en el Congreso de la República expuesto a una moción de censura. Una posición más constructiva desde el principio sería más conveniente.