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Ante el informe de las Naciones Unidas según el cual al menos 28 de 46 personas muertas durante las protestas del llamado Paro Nacional de mayo pasado fueron responsabilidad de la Policía, el Gobierno Nacional rechazó inicialmente de manera tajante tales conclusiones. Una reacción inadecuada ante evidencias bien documentadas muy difíciles de contrariar e innegables hechos de brutalidad policial, las cuales un Estado democrático debe castigar a la luz de la ley.
Después de la respuesta acalorada hubo, al parecer, reflexión en el Ejecutivo y por medio de un comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores se reconoció la existencia de víctimas durante las movilizaciones y se habló de “justicia y reparación”. Tal actitud es la que debió asumir el Gobierno desde el principio, con el claro compromiso de llevar a la justicia a quienes se excedieron en el uso de la fuerza al punto de dar muerte a manifestantes desarmados.
Si bien no puede aceptarse que las protestas sociales sean violentas y que atenten contra los bienes públicos y privados, o que afecten los derechos de otros ciudadanos, lo cual también debe ser castigado sin atenuantes, no cabe duda de que el mandato constitucional de protección de la vida, honra y bienes de los ciudadanos no puede significar que la Policía asesine a civiles al excederse en la fuerza. No es fácil la responsabilidad de contención de las protestas que se salen de control, pero atacar la vida de los manifestantes no tiene justificación en ningún contexto.
Ahora bien, ante el argumento oficial de que la Policía como institución no puede asumir la carga de unos pocos miembros que se descarrilaron, la mejor demostración de compromiso con la defensa de los derechos humanos en el país es que la justicia colombiana estudie y sancione a los responsables, sin ambivalencias, con la colaboración clara y decidida del Ejecutivo nacional. No sería coherente negar lo que todo el mundo vio y tratar de justificar las muertes de esas personas amparándose en lo dispuesto por la ley.
Lo ocurrido en el Paro Nacional nos deja lecciones incontrovertibles: la protesta social debe ser siempre pacífica y la defensa de la vida, en cualquier caso, tiene que estar por encima de la búsqueda de resultados policiales. Por ello, también debe respaldarse la investigación de la Fiscalía alrededor de los civiles armados que actuaron en contra de manifestantes, en algunos casos en complicidad con miembros de la Fuerza Pública. Para pasar la página de violencia que nos ha acompañado durante décadas, hay que atajar de manera definitiva la obsesión de unos pocos por imponer justicia por propia mano.
Celebramos que el Gobierno afirme que la “política de cero tolerancia a casos de abuso de la fuerza pública no es retórica”, pero eso es algo que debe demostrarse con decisiones consistentes de prevención de actos de brutalidad policial. Tiene que entenderse que los uniformados, más que los ciudadanos, tienen la obligación de dar ejemplo de respeto a la vida de cualquier colombiano. El proceso de transformación de la Policía debe dar frutos reales y estar abiertos a las críticas, sin salir a descalificar cualquier opinión que exija pasar de las palabras a los hechos.