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Tras cumplirse el primer año del regreso de los Talibanes al poder en Afganistán, los cambios no han sido para mejorar en ese país asiático, en donde la guerra ha marcado la vida de millones de personas en las décadas recientes. Como se temía desde el comienzo, las mujeres han sido las más sacrificadas con el poder renovado de los Talibanes, ya que la vida laboral de muchas, las más exitosas, terminó, y las que ocupan trabajos de menor nivel tuvieron que, por ejemplo, volver a esconder sus rostros detrás de velos oscuros. Otras solo hallaron el camino de la huida para poder continuar sus vidas, con algún reconocimiento, fuera de ese país.
En muchos casos, las mujeres que habían logrado escalar posiciones debido a la calidad y eficiencia de su trabajo tuvieron que cederlo a familiares hombres por orden de los Talibanes. Además, ya no está permitido que las niñas vayan a las escuelas, y menos a los estudios de bachillerato, y lo peor que es aquellas que han mostrado carácter y valentía para salir a las calles a protestar por las decisiones retrógradas de los nuevos gobernantes, en muchos casos han desaparecido sin que nadie se atreva a reclamar por ellas. Otras fueron arrestadas y muchas más se fueron al exilio.
Quienes hoy protestan de manera anónima describen bien su situación cuando aseguran que volvieron a cero. La salida de los Estados Unidos en agosto del año pasado, luego de dos décadas en las que las mujeres pudieron ser libres, marcó un retroceso que no muestra ahora posibilidades de cambio favorable, sino todo lo contrario, porque la manera de administrar de los gobernantes actuales han profundizado la crisis general. Los medios de comunicación también han sido cerrados o sus periodistas independientes perseguidos.
Además, muchos jóvenes que estudiaban o trabajaban dignamente cuando regresaron los talibanes ahora no pueden estudiar y deben buscar algún ingreso en medio de una dura competencia por ocupaciones informales que, en muchos casos, solo les permite ganar dos dólares diarios (cerca de $8.500) en fatigantes jornadas, porque no hay más opciones. Inclusive la hambruna ya no es una amenaza, sino una realidad, según lo reportan organizaciones internacionales humanitarias que tratan de mitigar el impacto de la crisis.
El enfoque dogmático ultraconservador de los Talibanes no permite pensar en que los gobernantes tomen conciencia de los devastadores efectos de sus políticas en contra del progreso y el desarrollo, y actualmente nadie en Occidente ni en Oriente parece preocuparse por lo que pasa en ese país, pese a que muchos de sus habitantes claman por una acción global que los salve del fracaso, cada vez más profundo.
El mundo debe reflexionar acerca de la importancia de que en Afganistán vuelvan a respetarse los derechos humanos, principalmente para las mujeres, y que las ayudas económicas y humanitarias que se presten a ese país se condicionen a que haya garantías mínimas para todos, sin ningún tipo de discriminación. Lastimosamente, los actuales conflictos en otras partes del mundo, que tienen incidencia directa para la economía y la seguridad mundial, se roban todos los focos de atención, mientras que un pueblo completo es abandonado a la voluntad de unos bárbaros en el poder, que ayudan a que otras agrupaciones terroristas se fortalezcan y envalentonen.