La escasa participación en las protestas de esta semana tiene que ser interpretada en su trasfondo real, no uno elaborado en favor de ciertas ideologías. Está demostrando que la ciudadanía quiere y necesita que la dejen trabajar, desarrollar libremente sus actividades diarias; que pueda desplazarse, viajar, salir a descansar sin estar evadiendo manifestaciones. Lejos están los anhelos del presidente, Gustavo Petro, de “que el pueblo se levante”, que fue a lo que invitó en su discurso de la semana pasada en Barranquilla por la hundida consulta popular, y en el que además advirtió: “Si hay huelga, el Gobierno la apoyará”.
Políticamente también demuestra que las fuerzas sindicales que lo respaldan, que en buena parte son las que convocan personas a este tipo de actos, no están cohesionadas y hay profundos desacuerdos internos. Lo que terminó como un lánguido paro ratifica además que si no es con dádivas, muy poca gente se motiva a asistir. Contrario a lo que fueron la marcha del 1 de mayo y el llamado cabildo abierto en Barranquilla con indígenas, campesinos, jóvenes y funcionarios públicos que llegaron movilizados por el Gobierno, pagados con recursos públicos.
Por fortuna, las protestas que se hicieron durante estos dos días fueron en tranquilidad; excepto contados hechos en Bogotá y Cali, donde tuvo que intervenir la Fuerza Pública para recuperar el orden por unos pocos encapuchados que buscaban iniciar el caos y afectaron a miles en esas ciudades. Además de los bloqueos de calles y carreteras por donde circula el transporte de carga que sí golpearon al sector productivo nacional. El presidente Petro no se puede deslindar de su responsabilidad en todo esto, llamó al paro y aunque el resultado de sus erráticas determinaciones no fue el esperado, sí debe asumir las consecuencias de lo que pase.
La Constitución contempla en su Artículo 37 la reunión y manifestación pública y pacífica como un derecho fundamental, pero también se deben garantizar otros derechos establecidos en esta norma suprema en los artículos 24 y 25 que refieren los derechos a la libre circulación por todo el territorio nacional y al trabajo. El bloqueo, cuando no cuenta con los permisos, es una vía de hecho y es penalizado. Los alcaldes, como primera autoridad de seguridad en los municipios, deben evitar que esto se siga dando. Tampoco se justifica que por temor, el comercio y las entidades de servicios se vean abocadas a tener que modificar sus horarios y cerrar antes de tiempo.
Estimativos preliminares de algunos gremios calculan que por cada día de bloqueos en vías urbanas y en carreteras nacionales el país pierde cerca de 20 mil millones de pesos por el cese de actividades productivas, eso sin contar con que haya situaciones de vandalismo y daños a la infraestructura que inflan ostensiblemente las cifras. La escasa convocatoria lograda por el Gobierno es una oportunidad para que este reabra el diálogo con gremios, sectores productivos y ciudadanos, con ánimo conciliatorio y de apertura, para que los desacuerdos se resuelvan entre todos. No tiene sentido que insista en nuevas movilizaciones que pueden derivar en consecuencias impredecibles. Ojalá atendiera las sugerencias y se desarmara de sus discursos de odio para aprovechar este año que le queda para impulsar el consenso nacional, del que tanto se ha alejado.
