Que la historia de Colombia esté marcada por la violencia, en todas sus manifestaciones, no quiere decir que haya que seguirla reproduciendo. Es momento de hacer un alto en el camino, entrar en una especie de catarsis y ver qué podemos hacer cada uno como ciudadanos para transformar las realidades nacionales. Suficiente dolor se ha padecido, unos más que otros claro, sobre todo las víctimas de lo que han sido los conflictos armados y no armados en el país, que han permeado todas las esferas de vida.
Las últimas semanas que han sido de tanta exaltación en Colombia y todos los sectores están crispados, son muestra palpable. La amenazante reacción del presidente, Gustavo Petro, por lo que fue una decisión del Senado frente al proyecto de reforma laboral; el atentado sicarial de hace ocho días al senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay mientras hacía proselitismo político en un barrio de Bogotá; los ataques de las disidencias en el suroccidente del país, con muertos y heridos; la expedición del decreto presidencial convocando a una consulta popular ilegal e inconstitucional; entre muchos otros hechos, han desembocado en reacciones de peligrosa rabia, desconcierto, desesperanza, desconfianza, deseos de venganza y de responder de igual manera a lo que está pasando.
Nada más letal para una democracia que sumergirla más en la polarización, en la incapacidad de convivir en un mismo territorio por más diferentes que seamos y más diferencias que tengamos, en la imposibilidad del diálogo y la escucha del otro bajo ejercicios dialécticos en los que las ideas y los argumentos sean el centro del debate, no las palabras y los discursos intimidantes que le cuelgan lápidas al cuello a los que son contrarios. Esto que estamos viviendo no podemos dejar que se convierta en el ocaso de la democracia colombiana. Es el momento de la acción como ciudadanos en defensa de nuestras leyes, de la Constitución que nos rige, de nuestras instituciones, de nuestro empresariado, de nuestra sociedad.
No son momentos para silenciarse, y ahí los discursos personalistas no tienen cabida porque son los que tanto daño le están haciendo a la sociedad colombiana, esos que nos dividen, nos separan. Hay que acudir a lógicas distintas de las que se han usado y se vienen empleando para instaurar la violencia y el conflicto armado, que son las que tienen radicalizado al país. Desarmar las palabras, empezando por los entornos cotidianos y que desde allí se irradie a los otros espacios de la sociedad, tiene que convertirse en un mantra, en frase sagrada para salir del atolladero en que nos encontramos.
Es una invitación para gobernantes, políticos, miembros de los gobiernos y las instituciones, ciudadanía; ancianos, adultos, jóvenes, adolescentes, niños; hombres y mujeres. Ir erradicando la violencia del país es una labor colectiva, pero especialmente una responsabilidad que va más allá de lo electoral y de la militancia política. El deber es con Colombia para que el país no sucumba a los violentos que le apuntan a destruir y no a construir. El primer paso es con la palabra, que es verbo.
