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"No más secuestros". Esta frase que enarbolamos los colombianos en los años 90 para protestar contra las Farc que habían hecho de este delito una forma atroz de presión económica y política la tenemos que repetir un cuarto de siglo después. En Colombia, el secuestro de militares a manos de comunidades presionadas o instrumentalizadas por grupos criminales ya no es un hecho aislado, se ha ido convirtiendo en un síntoma alarmante de una fractura que se profundiza entre el Estado y algunos territorios en los que brilla por su ausencia y se ha abierto el espacio para que lo dominen las mafias. Lo que antes se consideraba una excepción hoy amenaza con convertirse en patrón. Y si no se actúa con firmeza y sensatez, el desenlace puede ser trágico, ante los llamados de muchos extremistas a reaccionar con violencia.
Los recientes episodios en los que soldados han sido retenidos por pobladores, bajo la sombra de intimidaciones armadas, revelan una doble tragedia: la de los militares que, en cumplimiento de su deber, son convertidos en rehenes, y la de las comunidades que, lejos de ser actores autónomos, son utilizadas como escudos humanos por estructuras ilegales. En este contexto, es justo reconocer el estoicismo de los soldados que han sabido resistir sin caer en provocaciones, evitando que la violencia escale. Su contención ha sido, en muchos casos, lo que ha evitado una masacre. Y también muestra los avances en la formación de quienes integran las Fuerzas Militares.
Pero la paciencia no puede ser la única respuesta. El Estado tiene el deber de proteger a sus fuerzas legítimas y de garantizar que ningún grupo armado imponga su ley en zonas donde la institucionalidad se desvanece. Por eso, es urgente que se activen mecanismos judiciales contra quienes, bajo cualquier pretexto, impidan el ejercicio legítimo de la autoridad. No se trata de criminalizar a comunidades vulnerables, sino de identificar y sancionar a quienes las manipulan, las amenazan y las convierten en instrumentos de guerra, porque la impunidad generalizada también es aliciente para que otros procedan de igual manera.
En este escenario, la propuesta del presidente Gustavo Petro de reanudar las fumigaciones aéreas en zonas de cultivos ilícitos, aunque tardía, apunta a una necesidad ineludible. Si bien este método ha sido objeto de debate por sus implicaciones ambientales y sociales, no puede ignorarse que los cultivos ilícitos son el combustible de las economías criminales que hoy secuestran soldados, reclutan menores y corrompen instituciones. La erradicación debe ir acompañada de alternativas productivas, pero no puede postergarse indefinidamente, y las cifras rércord de plantaciones de coca así lo obligan.


La seguridad de los colombianos no es negociable. Y tampoco lo es el respeto por quienes, desde la legalidad, arriesgan su vida para defenderla. El país necesita una estrategia integral que combine presencia estatal, justicia efectiva y desarrollo social. Pero también necesita un consenso ético: el secuestro, venga de donde venga, no puede ser tolerado ni relativizado. No buscamos con estas palabras alimentar la polarización, sino advertir sobre una deriva peligrosa. Porque cuando el Estado se repliega y los criminales avanzan, los ciudadanos quedan atrapados en medio. Y en ese intersticio, la democracia se debilita.