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Civismo fue la forma natural de relacionarse con ellas, de hacerlas crecer. No podía ser de otra forma en municipios hechos con hachas, picas y palas. Actuar en comunidad era la norma. 
Existen términos que se llenan de significaciones vacías y, por tanto, se desgastan hasta culpar a la palabra de responsabilidades que no son suyas. Así sucedió con civismo, que se ató a una forma anticuada de relacionarse en comunidad. No obstante, bien vale la pena volver al civismo como una forma de recuperar un valor esencial, el respeto, y de ganar en convivencia.
Para hacerlo, debemos entender esta palabra en el sentido que proponen Victoria Camps y Carlos Giner en su ya clásico Manual de civismo. Para ellos, este término no es nada distinto a “una ética mínima que debería suscribir cualquier ciudadano liberal y demócrata”. Liberal en el sentido de respeto por las libertades, no como un asunto de partidismo político, por si acaso. Durante décadas en nuestras localidades, el civismo fue la forma natural de relacionarse con ellas, de hacerlas crecer. No podía ser de otra forma en municipios hechos con hachas, picas y palas.
Actuar en comunidad era la norma, para terracear lotes, para construir bienes públicos, para ayudarle a un vecino a levantar sus tapias o abrir caminos. No era posible relacionarse con la comunidad sin civismo.
Con el tiempo, el civismo se fue entendiendo como si fuera patrimonio de unas élites que conformaban las juntas de ornato o los comités para organizar unos carnavales o para atender una obra benéfica. En la medida en que se modernizaba la sociedad y se empezaba a entender que la ética debe ser ciudadana y no ligada a la religión, el mundo era menos homogéneo, hubo quienes creyeron que ser cívico era ser premoderno. Nada más alejado de la realidad.
Volver al civismo es, por ejemplo, respetar los bienes ajenos y a los otros, valor fundamental que en su momento el colectivo Estoy con Manizales intentó inculcar entre los ciudadanos para que fuera punto de partida para una ciudad amable. En las últimas semanas, LA PATRIA ha mostrado cómo hay personas que rayan de manera descarada y abusiva las fachadas de casas y edificios. Ahora arriesgan sus vidas, porque las pintadas las hacen a alturas peligrosas, cual reto que genera estatus y poder. Además del riesgo para estos vándalos, se contradicen los esfuerzos de colectivos artísticos que ayudan a embellecer la ciudad con murales en sitios dispuestos para ello. Afear lo público es extender la teoría de la ventana rota, demostración de que donde las cosas se ven abandonadas llegarán otros a abusar.
Ni hablar de los monumentos. A diferencia de muchos lugares del mundo donde estos son para cuidar, proteger y atraer turistas, en nuestra ciudad todo pedestal es rayado, atacado o desaparecido sin el más mínimo respeto por lo que intentan significar estos objetos del amoblamiento urbano.

Vale la pena volver al civismo. Lo decimos con convicción. Entendiendo que no se trata de formas de etiqueta manidas para quedar bien entre todos sino haciéndonos conscientes de normas mínimas que nos deben permitir la convivencia pacífica y que promueva la solidaridad. Esto requiere, por supuesto, ser motivado desde lo público, pero cualquier campaña será vacía si no asumimos cada uno de los ciudadanos la responsabilidad que nos corresponde para simplemente convivir con nuestros vecinos.