
Foto | Servicio Geológico Colombiano | LA PATRIA
Por décadas, su figura fue inseparable de los sismogramas, las montañas y la ciencia. Fernando Gil Cruz, de los pioneros de la sismología volcánica en Colombia y figura clave en la creación del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales (Ovsma), falleció el pasado 20 de marzo. Con su partida, la vulcanología colombiana pierde a un brillante investigador, un maestro generoso y un soñador incansable, cuya vida estuvo consagrada a entender el lenguaje oculto de la Tierra.
Desde los años ochenta, Fernando Gil fue fundamental en la consolidación del monitoreo sísmico y volcánico del país. Participó en la creación de los observatorios de Manizales, Pasto y Popayán, dirigió la Red Sismológica Nacional de Colombia y llevó su experiencia más allá de las fronteras, colaborando con instituciones científicas de Ecuador y Chile. Fue, como lo describen quienes lo conocieron, “nuestro embajador del monitoreo volcánico en Latinoamérica”.
En Manizales, ciudad a la que entregó buena parte de su vida profesional, su legado no solo está en las redes de monitoreo que ayudó a construir, sino también en los pasillos, oficinas y memorias de quienes trabajaron a su lado en el Servicio Geológico Colombiano (SGC). “Fue un gran maestro y amigo”, escribió Gloria Patricia Cortés Jiménez, geóloga y vulcanóloga del Observatorio de Manizales, en un homenaje publicado por el SGC. “Gracias por enseñarnos a amar nuestros volcanes”.
Su labor fue más allá de los sismos. Con visión de ingeniero civil, ayudó en la ampliación de la sede del observatorio y, con alma de poeta y sensibilidad artística, llenó su espacio de libros, notas de colores y palabras cargadas de pasión por la ciencia. Enseñaba con metáforas, con dibujos, con sonidos de su boca para explicar cómo se forman las burbujas de magma. Su amor por la naturaleza y la montaña era tan profundo como su compromiso con el conocimiento.
“Las señales sísmicas son la música de las montañas”, decía. Y enseñó a generaciones enteras de geólogos y vulcanólogos a escucharlas. Desde el icónico “piso 11” del antiguo observatorio, pasando por estaciones remotas en el Ruiz o el Machín, hasta los corredores del Ovsma en el barrio Chipre, su presencia marcó un antes y un después en la historia del monitoreo volcánico en Colombia.
Fue exigente pero justo. Riguroso pero cálido. Sus jornadas de campo terminaban, a veces, con vino y tertulias, donde compartía saberes, anécdotas y sueños. Porque Fer, como lo llamaban sus colegas, nunca dejó de soñar. Soñó con una red de vigilancia que no dejara solos a los volcanes. Soñó con formar discípulos que llegaran más lejos que él. Soñó con un país capaz de prevenir y entender los desastres naturales desde la ciencia.
Hoy quienes lo conocieron saben que su legado no cabe en un currículum. Está en cada estación sísmica que ayudó a instalar, en cada joven investigador que formó, en cada volcán que ayudó a vigilar. “Fue la savia del árbol del monitoreo volcánico”, dijo Roberto Torres, coordinador de los observatorios de Colombia.
Y como la savia, aunque invisible, su presencia sigue nutriendo. Su voz aún resuena entre los pasillos del observatorio; su risa, en las memorias de sus colegas, y su amor por los volcanes, en el corazón de una comunidad científica que hoy le dice: "Gracias, maestro, por enseñarnos a escuchar la Tierra".