Julio Daniel Chaparro, una ilustración del artista Santiago Guevara.
Por Lucas Ospina - Profesor de la Universidad de los Andes
Julio Daniel Chaparro está en Villavicencio. Su familia apenas lo ha visto: lleva tres días encerrado en el apartamento de su amigo Jaime Fernández, dedicado a terminar su tercer libro de poesía, que quiere publicar antes de cumplir 30 años. Hace algunos años, junto a Jaime y otros compañeros, fundó revistas como Oriente y la editorial Entreletras, una patria de la amistad bajo un lema constitucional: “lo mejor de la poesía son los amigos poetas”.
El libro ya tiene fecha de lanzamiento: será el 5 de mayo de 1991, en la Feria del Libro de Bogotá. Sin embargo, Julio Daniel está haciendo ajustes de última hora para corregir lo que llama “los inevitables errores de dedografía, insalvables cuando de chuzografía se trata”.
Su agenda reciente ha sido agotadora: Tumaco, Volador, el río Güejar, El Carmen, Tacueyó... Viaja mucho como periodista de El Espectador y es el alma peripatética de la serie Lo que la violencia se llevó. Este proyecto, lanzado por el periódico en su renovación centenaria, busca ser nacional y resistir, con vida, las múltiples formas de muerte que ha enfrentado ese periodico en su historia reciente: amenazas, atentados, el asesinato de su director Guillermo Cano hace cinco años, una bomba en su sede principal en 1989, el estrangulamiento económico y la persecución implacable de las mafias y el narcotráfico. El Espectador es, según Julio Daniel, “un espejo necesario que pocos quieren mirar”.
En esa serie de reportajes, Julio Daniel recorre pueblos que han sido escenario de masacres perpetradas por distintos actores armados. Su intención es sencilla pero poderosa: respirar los paisajes, hablar con las personas y sentir el clima emocional del lugar. “Desde esta sección de Vida Colombiana puedes ver cómo es realmente el país, sus realidades”, nos dice. Añade que algo que sorprende a los habitantes de esos sitios es “ver a un periodista de la capital”.
Julio Daniel tiene un hoyuelo en la barbilla y casi siempre lleva una mochila al hombro. En ella carga un lápiz pequeño y un diminuto cuaderno donde anota todo lo que ve, no importa si está en modo poesía, periodismo, en un rincón apartado del país o en una fiesta en el Café Libro o el Bilongo. Entre risas y gozo pagano puede alargar la fiesta hasta el amanecer, o retomar al día siguiente el hilo de su texto donde lo dejó.
Su carisma natural es innegable: de sonrisa franca y timbre de voz imponente. Combina el porte relajado de un Tom Selleck criollo con las gafas de un Héctor Lavoe de los años 70. Desde joven ha sido un líder: en el colegio, luchó por los derechos de sus profesores, lo que le valió la expulsión. Pero eso no detuvo su aprendizaje autodidacta, alternando lecturas de Marx y Nietzsche, con los cómics de Mafalda y Condorito. En casa, creció escuchando los discos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés que su padre traía de Cuba, regalos que le traía a su hijo especial al que se refería como “el chino”. Mal jugador de fútbol y, como su padre, hincha de Santa Fe.
La entrevista imaginada a Julio Daniel Chaparro
¿Cómo se llama el libro de poesía que lanzará en la próxima Feria del Libro?
Se llama Árbol Ávido.
¿Y de dónde surge ese nombre?
Algo tendrá que ver con mi familia, donde hay de todo: pintores, músicos, teatreros, cineastas, poetas, periodistas y algún otro dedicado a las ciencias sociales. Somos una especie de tribu nómada, una cultura de narradores. Mi abuelo Julio fue el pintor ebrio de Tunja; el abuelo Daniel Hurtado, liberal, cargaba la herencia de la violencia, vendió chicha y nos legó, quizás por eso, nuestra inclinación a la degustación de la cerveza en sociedad. A los liberales los expulsaron de Boyacá y él terminó en los Llanos, en San Juan de Arama, como alcalde. De ahí, por el trabajo en radio de mi padre, que es locutor y periodista deportivo, el destino nos llevó por Valledupar, Duitama, Sogamoso, Cali… En mi familia siempre ha habido esta tendencia a ser como árboles ávidos. No sé qué extraña mezcla de nutrimentos genéticos y culturales nos impulsa, pero tenemos esa avidez por la vida, ese deseo de apurarla con intensidad. Para nosotros, vivir en la resignación o en la superficie nunca ha sido una opción.
En sus crónicas recorre desde el Llano hasta el Eje Cafetero, las dos costas, las montañas del Cauca y los campos y lagunas de Boyacá. Aquí, en Villavicencio, recuerdan una crónica de hace años en la que dio voz a las prostitutas y causó cierto revuelo. Recientemente, optó por conversar con el portero de la Asamblea Constituyente en Bogotá, en vez de entrevistar a los constituyentes. En otra crónica, se encuentra con un paisano llanero con alma de nihilista que, como policía en Medellín, es objetivo militar de Pablo Escobar. En otra da cuenta de una rumba de salsa en el emperifollado Teatro Colón con su amigo Fernando Linero al piano. En otra hace un boceto muy acertado en un diálogo fugaz con José Agustín Goytisolo. ¿Cómo percibe que esos vasos comunicantes entre literatura, periodismo y poesía le ayudan a ser fiel a los hechos?
No sé… [piensa un momento antes de responder y lo hace como si le llegara un fogonazo]. Pasamos de la poesía convertida en prosa a la prosa que se transforma en denuncia, luego en testimonio y, al final, en el testigo hecho periodista.
¿Y cómo describiría el periodismo que usted hace?
En El Espectador, mi colega Luz Marina Giraldo dice que hago una especie de etnografía: cuidadosa en la descripción no solo de los colores de las imágenes, sino también de sus sonidos, vientos y olores. Sin embargo, editores veteranos como José Salgar opinan que periodismo y poesía no deberían mezclarse. Creen que eso “almibara” el periodismo. Incluso, con cariño y humor, me dicen que soy la reencarnación retórica de Julio Flórez y su romanticismo tardío. Nacho Gómez se burla de los largos párrafos de mis crónicas, donde puedo pasar horas mordiéndome las uñas con la indecisión de dejar o no una coma, y los llama “danielescos”. Pero esto no es invento mío. En Estados Unidos, escritores como Truman Capote, Tom Wolfe, Gay Talese y Susan Sontag han utilizado recursos de la ficción para enriquecer el periodismo. Y en estas latitudes tenemos a García Márquez, Rodolfo Walsh, Alma Guillermo Prieto, Juan José Hoyos, Germán Castro Caycedo y Alfredo Molano, quienes también han elevado el periodismo al nivel del arte.
¿El periodismo le roba espacio a la poesía? ¿Pasa esta última a un segundo plano?
Es una pregunta recurrente, y mi respuesta siempre es la misma: el periodismo es otra manera de ver la vida. Me nutre, porque mi poesía se inspira en las realidades concretas que intento reflejar. Lo que digo en una crónica me enriquece literaria y poéticamente. Así que no hay conflicto. Si estuviera escribiendo narrativa, tal vez podría haber confrontación, pero no siento que el periodismo limite mi poesía.
¿Cómo describiría su poesía?
Mis poemas responden a un proyecto estético que ha evolucionado en sus formas, pero mantiene un eje constante: escribir como escribe el viento, si parafraseamos a Ezra Pound. Intento que mi poesía sea una inquieta certidumbre, donde el lirismo convive con la realidad, abordándola desde la sensación, no desde la descripción superficial. Mi acercamiento a la poesía comenzó con el rock y la música popular, que fueron mi puerta de entrada. En Colombia muchas veces se dicta qué es poesía y quién puede ser considerado poeta, convirtiéndolo en un círculo cerrado. Esto podría ocurrir, por ejemplo, en el Magazín Dominical de El Espectador. No creo que haya mala intención detrás; simplemente es una forma tradicional y excluyente de operar. Yo no soy parte de los que crean o promueven carreras literarias bajo esa lógica. Como dijera Germán Vargas Cantillo, “ser poeta es la mejor forma de ser algo”.
¿Cree que ha habido una respuesta interesante a esa "dictadura del silencio"?
Sí, absolutamente. La respuesta ha sido una multiplicación de publicaciones y experiencias culturales en Colombia, pequeñas, pero intelectualmente muy ricas. Como la de mi amiga Eugenia Sánchez con el programa Página Impar de la Radiodifusora Nacional de Colombia o lo que pasa en la Revista Ulrika. Los jóvenes poetas y escritores están expresándose con fuerza, reflexionando en voz alta y apuntando a metas mucho más ambiciosas que las de generaciones anteriores. Es un momento esperanzador para nuestra literatura.
¿Qué balance puede hacer de lo que han hecho?
Somos pocos y menores; no lo hacemos tan mal, pero tampoco muy bien que digamos. Ningún libro editado en los últimos diez años merece una memoria de cita o comentario. Nuestros novelistas han tomado la ruta más fácil: no recrean, sino que literalizan la realidad; no nominan, sino que inventan. Con pocas excepciones, nuestros poetas apenas balbucean. Como autores de hechos estéticos, nadie los conoce. Ese paisaje visto y no vivido, esa falta de interiorización, esa negativa a afirmar que paisaje y hombre son un todo, un poema, son los elementos que hacen que la mayoría de nuestra literatura sea un folio más, poco importante. Incluyo en este análisis, por supuesto, mis propios libros. Mi tío Barbini, el actor, dice que mis primeros balbuceos poéticos son producto de la urgencia de querer comunicar un mundo interior, pero que he ido afilando mis instrumentos.
En el ensayo Generación emboscada, que me compartió en fotocopias, habla de este momento en específico.
Sí, tal vez sea pronto para afirmarlo, pero digámoslo: la creación de los poetas más jóvenes, quienes precisamente integran lo que hemos llamado "una generación emboscada", constituye un juicio auténtico al país reciente, su asunción y su exorcismo. Esa obra en marcha ha sido elaborada desde el silencio, es decir, desde la sinceridad. Quizá por eso permite tantas lecturas. Quizá, por eso mismo, por venir de donde viene y como viene, demuestra que quienes son colombianos y además poetas jóvenes —doble riesgo mortal, no cabe duda— son incapaces de matar, pero no de matarse. Si no hay país, por lo menos hay paisaje. Si no hay barriadas ni muchachos, al menos ha quedado algo entre las huellas. Si hay muerte, también existe el amor: precario, incapaz, pero acaso suficiente.
¿Tiene miedo?
Aquí hasta ser poeta es un peligro. Hace unos años, con los “Poetébrios” —Andrés Romero, Jaime Fernández, Agustín Murcia y el fotógrafo Constantino Castelblanco— lanzamos el primer libro que editamos de mi querido "El Ebrio" Rosero desde el edificio más alto de Villavicencio. Desde ahí tiramos un ejemplar que cayó justo en un carro de bomberos que pasaba. Hicimos ruido, madreamos al alcalde y al bajar, nos esperaba la Policía. Casi no salimos de esa.
Con Nacho en El Espectador y en esa misión casi suicida de hacer periodismo en este país, inventamos el esquizofrenómetro, un medidor del ánimo diario en la sala de redacción. Variables como el redentor tipo Simón Bolívar, el miedo al desempleo, la vanidad personal, las ganas de fama, la adicción a la adrenalina, el periodismo como deporte de alto riesgo o la persona en situación de periodismo. En nuestro rango tolerable está el honor de ser cronista en el periódico que tuvo entre sus filas a García Márquez, o de llegar a ser investigador delegado por Don Guillermo Cano, con la ambición de hacer historia. Aunque claro, en este país te pasan a la historia por derecha, para que dejes de hacer periodismo.
¿Cómo ve a Bogotá?
Desde acá, es evidente: la gente allá en Los Andes no sabe lo que es el horizonte.
***
El 24 de abril de 1991, al comienzo de la noche, son asesinados Julio Daniel Chaparro y el fotógrafo Jorge Torres en Segovia, un pequeño pueblo antioqueño enclavado en la cordillera central. Ese mismo pueblo había sido escenario, tres años antes, de una masacre cometida por el grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordeste liderado por Fidel Castaño (a quién Julio Daniel había mencionado en un reportaje previo para El Espectador). El 11 de noviembre de 1988, una caravana de camionetas con hombres armados disparó ráfagas y lanzó granadas a todo lo que se movía, asesinó a más de 40 personas y dejó a otras 50 heridas; la Policía y el Ejército no hicieron nada.
Julio Daniel y Jorge llegaron en avión al aeropuerto de Remedios y se registraron en el control militar. Al llegar a Segovia, fueron al hotel Fujiyama, dejaron sus maletas y, después de hacer una llamada desde el teléfono de la recepción, salieron a recorrer las calles. Torres fue visto tomando fotografías en lugares como el cementerio, la plaza principal, el monumento a María y el parque. Según el expediente de una investigación policial y judicial deficiente, minutos antes de ser asesinados, una patrulla militar detuvo a los periodistas de El Espectador para interrogarlos sobre su presencia en Segovia y los dejaron continuar su camino.
El testimonio de Julio Daniel sobre los momentos previos a su asesinato, cuando recibió tres disparos en la cara, sobrevivió en tres hojas de su libreta de apuntes que, en algún momento del proceso legal, alguien fotocopió antes de que la Fiscalía la incinerara, junto con el resto de sus pertenencias por considerarlas un "grave peligro para la salud" de sus funcionarios por estar “impregnadas de sangre y suciedad”. Sus anotaciones muestran que, al final de la tarde, estuvieron en un estadero donde tomaron cerveza, escucharon música y Jorge tomó fotos de la mujer que los atendió. Entre sus últimas palabras, Julio Daniel escribió: “SANDRA: Me voy, esto está muy miedoso”. Luego salieron en busca de algo o de alguien. Lo último que se conserva de sus notas es una línea de un poema: “Asoma el blanco sol de abril”.
¿Qué es la Sala de redacción de ausentes?
Sala de redacción de ausentes es un homenaje a los periodistas colombianos cuya labor ha sido silenciada por la violencia. Impulsada por la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), esta campaña busca honrar la memoria de aquellos periodistas que, desde 1977 hasta hoy, han sido asesinados por realizar labores informativas en Colombia. El objetivo es revivir esas voces y explorar el impacto que tuvieron en la historia y la huella que sus ausencias dejaron en la sociedad colombiana.
¿Qué es una entrevista imaginada?
Las Entrevistas imaginadas, una metodología que da vida a voces ausentes a través de diálogos ficticios basados en testimonios, lecturas y archivos. Para la segunda entrega de este proyecto, curado por el artista Lucas Ospina, se ha reconstruido una entrevista imaginada con Julio Daniel Chaparro, periodista asesinado en 1991, quien se destacó por su sólido periodismo narrativo y por una prometedora propuesta poética. El diálogo con amigos, colegas y poetas cercanos a su vida y obra, como Evelio Rosero, Jaime Fernández, Fernando Linero y Daniel Chaparro, permite aproximarnos a su perspectiva y preservar su legado.
A esta campaña se suma la Asociación de Medios Impresos (AMI), y medios como El Tiempo, El Espectador, La Silla Vacía, Publimetro, La Patria, Vanguardia, El Diario, La Nueva Crónica, El Colombiano, Rutas del Conflicto, Cerosetenta y La Liga contra el Silencio. Esta alianza contribuye en la construcción de un museo de la memoria que hace eco del silencio impuesto a quienes fueron asesinados en el ejercicio de su oficio.
Toda la información en: www.memoriasdelperiodismo.co
¿Quién fue Julio Daniel Chaparro?
Julio Daniel Chaparro (1962-1991) fue un joven poeta y periodista que logró, en el breve paso que le permitieron tener en este mundo, establecer un sólido periodismo narrativo. Su propuesta poética no maduró tan rápido como su crónica, y jamás sabremos el avance final de sus poemas, aunque su nombre se incluya en antologías de poesía colombiana. Cuando lo asesinaron estaba haciendo una serie de crónicas que tituló “lo que la violencia se llevó”, para el diario El Espectador, último medio para el que laboró.
La Sala de redacción de ausentes
En Colombia, desde 1977 hasta 2024, han sido asesinados 167 periodistas por realizar labores informativas. Cada uno de estos asesinatos ha generado una censura que cuesta medir, pero que nos acompaña día tras día. Las censuras de hoy también son producto de la que vivimos ayer. Para entender la palabra silenciada que nos habita, visite la “Sala de redacción de ausentes”, conozca sus periodistas, crónicas, entrevistas, metodologías y objetivos en el oficio, y junto a su trabajo, explore el vacío que dejaron sus asesinatos y la huella impuesta tras su partida.
Esta iniciativa de la Fundación para la Libertad de Prensa hace museo de esa memoria y eco de ese silencio.
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