ANA MARÍA VILLEGAS VARGAS
GASTRONÓMICOS
Nubia Cardona de Osorio tiene mucho en común con Úrsula Iguarán. Es la matriarca de su familia, su energía es inagotable, es el alma de su casa y a sus 83 años dirige en Chinchiná un próspero negocio de dulces tradicionales que tuvo su ebullición hace tres años después de enviar un frasco de sus brevas caladas para la que en ese momento era la gerente de la fábrica Buencafé. El regalo que iba de parte de su hijo, Jorge Noel, regresó con una sugerencia: “Dígale a su señora madre que la felicito, que Dios le bendiga esa manos, que haga unos dulces y yo se los compro para cuando vengan extranjeros. Hable con ella a ver si los hace y yo los pago al precio que sea”.
Cuando escuchó ese mensaje a Nubia se le subió un calor a los cachetes y le dio un ataque de risa. No entendía cómo una mujer que no la conocía decía esas cosas de ella y le había pedido preparaciones tan caseras para gente tan exquisita. Sin embargo, aprovechó ese empujón y empezó a preparar dulces de breva y papaya, que desde niña cocinaba y comía. La fama se fue regando, y conforme el teléfono de su casa sonaba sus ventas aumentaban.
Con los comentarios que le hacían se animó, quería ofrecer más dulces y cuando se desvelaba era que le surgían las ideas. Empezó a inventar y calcular medidas, porque “no se de medidas, no tengo medidores, no tengo pesa, nada; sino el ojo, la mano y probando”. Los dulces que ofrece son: mermelada de mora, desamargado de naranja; dulce de tomate de árbol, de papayuela, de piña con coco, de cidra con coco, cernido de guayaba, además de las tradicionales brevas caladas y papaya verde. Todos vienen en tamaño de un litro y cualquiera vale $30.000.
Ana, su empleada, dice que ella es “hiperactiva”, porque nunca se está quieta, siempre tiene que estar haciendo algo y precisamente después de oírla, Nubia, se para de su silla, agarra las gafas y va por la licuadora para preparar mermelada de mora. Camina despacio y lleva puesto un vestido negro con cuadros blancos que hasta ahora está impecable. Le pide a Ana que le aliste un sartén y cuando lo trae está tan brillante que la cocina se refleja en él.
Sus recetas están guardadas en su cabeza, solo ella conoce las cantidades, los tiempos, el punto y los trucos de cada uno de sus dulces. Según la preparación usa panela o azúcar. Para cocinarlos prefiere el fogón de leña, por rapidez y economía, pero solo con palos de café o guayabo. Todos se tienen que revolver con palas de madera y aunque dice que no sabé el porqué, afirma que una cuchara metálica puede dañar la preparación. Su secreto, dice, no es más que el amor y la entrega que le pone a todo lo que hace.
Licua poco a poco la mora y la va pasando por un cedazo. En esta primera tanda está de pie y revuelve con paciencia hasta que la pulpa cae en la vasija. La echa en la sartén, que ya tenía en el fogón, y le agrega -al ojo porciento- el azúcar. Agarra una bolsa de moras y se sienta en su silla. Empieza con cuidado a quitarles la cepa y las va poniendo en un plato esmaltado que tiene a mano izquierda. Suena el teléfono y su empleada se lo pone en la oreja. Mientras habla, sigue con las moras y tiene la mirada fija en el fogón.
Sus hijos no entienden por qué sigue trabajando, aunque Jorge el menor sí le sigue la idea, de hecho fue quien consiguió los frascos y las etiquetas por primera vez. Pero cómo no apoyarla, si los Dulces Doña Nubia han cruzado océanos, los ha degustado el presidente, Iván Duque, y sus clientes le dicen que sus brevas le recuerdan a sus mamás y abuelas. Esa culinaria dulce que prepara Nubia en su fogón de leña, según Julián Estrada, antropólogo e investigador gastronómico, es el resultado de la fusión de tres fuentes gastronómicas: la indígena, la española y la africana.
Nubia agrega las moras enteras a la mermelada que ya esta hirviendo. “Estas van así para que se sienta la fruta entera”, explica y vuelve a repetir el proceso licuando otra tanda de moras. Ya tiene las manos rojas y el mesón de la cocina tiene una que otra mancha. “Ana me dice que vuelvo la cocina una nada, pero qué más se va a hacer”, cuenta con risa maliciosa. Con la cuchara de palo revuelve el dulce y ajusta la llama. Agarra una cucharita y la prueba, se saborea, “¡Mmmm!, está perfecta de azúcar”, se dice a ella misma. No hay duda de que sus papilas tienen memoria.
La mermelada de mora es uno de los dulces más fáciles de preparar, a comparación de las brevas, el desamargado de naranja o el cernido de guayaba.
Desde su silla doña Nubia puede ver toda la cocina de piso rústico, paredes verdes y mesón blanco; diagonal está la puerta del patio, donde está el fogón de leña. Encima de la alacena hay ollas, jarras y cucharones de esmalte. Al lado derecho tiene el teléfono, su rosario, libros de oraciones y sus medicinas; y al lado izquierdo el mesón, que se extiende en forma de ele hasta el otro extremo. Ahí se sienta habitualmente a rezar el Rosario y es común que interrumpa las Avemarías para hacer alguna cosa de la que se acuerda y que no da espera.
La mayoría del tiempo se la pasa sentada en su silla de la cocina porque le cuesta estar de pie por mucho rato.
Son las 11:00 a.m., hora de su café. Se sienta y se lo toma en cuatro sorbos. Pasaron casi tres horas y la mermelada de mora ya se redujo casi a la mitad, se ve brillante, y su textura es lo suficientemente espesa. Ya está lista. Pide que con cuidado la bajen del fogón y la pongan encima de una tabla de madera, nunca sobre una superficie fría, porque se tuerce el sartén y doña Nubia no acepta eso. Solo falta empacarla en los tarros de vidrio y despacharla.
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