La muerte
Señor director:

Hace poco envié un mensaje al enterarme de la muerte de un joven de 23 años que angustió a su familia. Esto me trajo algunos recuerdos. A mis 17 años, en el centro literario del seminario Ibagué, leí un discurso sobre el tema de la muerte, que un jurado consideró meritorio ser transcrito al libro de oro para conservarlo. Pocos años después, escribí dos cuentos que mis compañeros consideraron debían ser publicados y los envié a El Espectador; ambos con el tema de la muerte: obsesión rascacielos y no he visto nacer a nadie (otro escrito para contarlos). Volví a encontrar este tema en el himno colegial que canté durante 37 años: cumpliendo con valor el deber hasta morir.
Reiteraba a mis estudiantes que lo que es una razón para vivir, es también una razón para morir. Los ideales, sueños, seres que amamos, son razón para dar la vida. La muerte es inevitable para los seres humanos. Pero ocurre algo muy significativo. Mi muerte no es ni será nunca una experiencia subjetiva. Somos conscientes de la muerte de los demás, pero nunca seremos conscientes de nuestra propia muerte; dentro de sí mismo hay una energía espiritual indestructible: “Nada se crea, nada se aniquila, todo se transforma”.
En teología se afirma que la resurrección de Cristo no es la reanimación de su cadáver. Cristo muere y resucita en la misma vivencia. No hay que decir resucitará, la energía vital permanece. Hay una analogía sencilla para pensar: el ser humano siente sed, siente hambre. Existe algo con qué calmar la sed y el hambre. El ser humano desea vivir, tiene un instinto de conservación de la vida, lucha por ella. Se protege desde niño con un instinto de vida inscrito en sus células. Y así como hay agua para la sed y alimento para el hambre, hay eternidad para este deseo de vida permanente.
Aparece el amor, que sino pretende ser eterno no es amor. Nunca dejas de amar cuando el amor es verdadero. “Hemos pasado de la muerte a la vida, cuando amamos”.
Alirio de los Ríos Flórez

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