Ay Manizales
Señor director:

No lo conocía hasta hace unos días. Me refiero a lo hecho en la plaza Alfonso López. Soy, desde hace décadas, habitante “de Cristo Rey pa’rriba”. Solo voy al Centro en caso no de necesidad, sino de necesidad extrema. Es un Manizales, el del Centro, indefinible. Lleno de precariedad disimulada, de rebusque, de mugre, de droga, de fachadas deterioradas o pintarrajeadas de la peor manera, de abandono y desamor. De una multitud que deambula porque no tiene nada qué hacer. La Plaza, que lleva el nombre de un político que nadie actual recuerda, es la superficie de un nudo de túneles oscuros que adolece de verde, excedida de ladrillos. Parece diseñada por ingenieros, no alcanza a ser amable pero tampoco fea.
La puerta abierta que corona el cóndor tiene gracia y destaca lo fatal de la pueblerina y obvia que pusieron por la avenida Centenario, cerca a Santa Sofía, digna de pronta demolición. Útil para más rebuscadores quien me acompañaba solo quería salir corriendo de allí. ¿Correr para dónde? -me pregunté al retomar las calles hacia la carrera 23 atravesando, otra vez, en fila de a uno, por entre la gente en los estrechos andenes llenos de ventas de cachivaches. Esquivamos en la caminada las que se pudo, observar como caen o dejan caer las añosas casas que sobrevive por la carrera 24. Todas aquellas edificaciones icónicas para mi generación hoy han cambiado de nombre y de personalidad. Aquellos puntos de referencia están distorsionados.
Decir la esquina del Banco de Caldas o la de Seguros Atlas, del Banco del Comercio o del edificio Ángel es hablar al pasado olvidado. Mirar el llamado Palacio, hoy Palacio Arzobispal, es deprimente: ese color rosado, descolorido, los locales con mercancías colgadas en sus puertas, los groseros graffitis y la puerta deteriorada, despiertan nostalgias de mejores tiempos. No mejores por pasados, si no, tal vez, porque el fiel surtidor de hidalguía -ahora, apenas si, acequia pobre- se sigue alimentando de supuestas glorias. Del armiño de antes -puro y simple- a esto.
Pero Manizales, aún desde sus escombros y grietas, respira una terquedad que no se rinde. Su historia de superación sobre desastres, su capacidad para levantarse de las cenizas, nos da la certeza de que lo que hoy parece ruina, mañana puede ser cimiento. En los ojos de quienes aún creen, en las manos que limpian y reconstruyen, vive un susurro de esperanza: que el Manizales del futuro no solo recuerde, sino que haga honor a las glorias del pasado mientras sueña con ser algo más grande, más justo, más humano.
Luis Fernando Gutiérrez Cardona

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