Felicitaciones, Manizales
Manizales tiene problemas como cualquier ciudad. No es un oasis de amor como muchos aduladores pretenden hacernos creer para congraciarse con quienes venden solamente su imagen positiva, desconociendo luces y sombras. Sin embargo, posee encantadoras fortalezas que no se pueden desconocer. Sus paisajes verdes son los íconos de su propia historia. Sus montañas y laderas son símbolos de la grandeza de una raza que orgullosa ha sabido superar horizontes que se esconden más allá de lo que nuestra visión alcanza a ver en lontananza; su Catedral, majestuosa, se levanta izando en las alturas la hidalguía de un pueblo que busca en el infinito la imagen de su Dios heredada de sus mayores. La majestuosidad de sus montañas es testimonio de su desarrollo cultural y la altura intelectual de algunos personajes que han llenado páginas históricas con sus ejecutorias, estampando sus nombres con letras de oro en el corazón de su ciudad natal. Su topografía arisca circundada de riachuelos, es fiel fotografía de la generosidad y la pujanza de quienes tenemos el privilegio de ser sus habitantes. Su Nevado es el señor de las alturas, el dragón blanco que cuida con esmero a la ciudad oteando desde la atalaya el disfrute de tener a sus pies la maravillosa “urbe” acariciando sueños de adolescente en procura de construir un futuro más próspero para todos.
Ciudad construida con la magia de la palabra y el ingenio creativo de nuestros antepasados, quienes con celo quisieron colocarla en una esquina del tiempo, zurcida con telarañas de amor, más cerca de las estrellas, dando gracias al Creador por habernos regalado este nicho en las alturas celestiales donde solo revolotean los cóndores como embajadores en las gélidas montañas con perennes neblinas y sabor a poesía. Una ciudad que superó la alpargata de nuestros antepasados para encumbrarse como la reina de los andes, vistiéndose de gala para ser la invitada de honor de la intelectualidad. En fin, una ciudad en donde las mañanas madrugan a ver los paisajes naturales y embriagarse de amor con la gentileza espontánea de los manizaleños.
Elceario de J. Arias Aristizábal
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