Esta semana leí una noticia que me devolvió dos décadas. Algunas noticias producen esa sensación de retroceso. Uno lee y piensa “no puede ser que otra vez estemos en esto que ya habíamos solucionado”. El motivo del desasosiego fue una denuncia de Daniel Steeve Cantor Gamba, de 21 años, sobre el regreso de las batidas, el mecanismo del Ejército para salir a buscar muchachos sin libreta militar y reclutarlos intempestivamente y a la fuerza.
Regresé en el tiempo, porque mi hermano prestó servicio militar en Armenia en 1999 y tuvo que hacer batidas. “No nos gustaba pero no había opción. Teníamos que cumplir rápido la cuota que nos ponían para poder salir de permiso a la casa”.
Los operativos eran los sábados por la mañana. Viajaba con sus 12 compañeros, un teniente y uno o dos sargentos. A veces iban a barrios de Armenia, pero generalmente salían a pueblos del Quindío y el norte del Valle. “Llegábamos y nos íbamos en parejas a pedir libretas. Buscábamos a los que no se vieran muy niños pero tampoco muy adultos: máximo 25 años. Algunos salían corriendo cuando nos veían... se escondían. Otros admitían que no tenían libreta y cuando ya juntábamos cuatro o cinco los llevábamos a la mesa que instalábamos y ahí les hacíamos los papeles de citación de incorporación. Les llenábamos todo porque resultaban muchos que no sabían leer ni escribir”.
La citación traía la fecha, hora y lugar al que debían presentarse. Marcaba la primera de las 548 largas jornadas de días y noches de servicio militar obligatorio, que dura 18 meses para soldados regulares.
Cuenta mi hermano que a veces no lograban suficientes citaciones para la fecha límite de incorporación y entonces los obligaban a hacer batidas para llevar gente a los batallones. “Recogíamos por ahí a 30 o más... los que caben parados en la parte de atrás de un camión del Ejército. Como no existían los celulares entonces no podían avisar a la familia ni a nadie”.
El testimonio que leí esta semana de Daniel Steeve Cantor Gamba es muy similar. El lunes él estaba en el Portal Sur de Transmilenio, en Bogotá. Iba para el trabajo cuando dos militares le pidieron la libreta y la cédula. “Les comenté que yo no tenía, me dijeron que los siguiera y fue cuando les pedí mi documento porque tenía que llegar a mi trabajo, pero no me lo quisieron entregar y solo me dijeron vamos donde mi cabo. Al llegar allá había un bus público sin emblema del Ejército ni nada que se asemejara a la institución”. Lo llevaron hasta Facatativá junto con otros 27 jóvenes y allí les pidieron datos personales y los hicieron firmar papeles. Daniel Steeve indicó ser objetor de conciencia pero le exigieron demostrarlo con documentos y le entregaron una citación para mañana lunes.
Aunque la Ley 1861 de 2017 prevé la objeción de conciencia como una de las 16 causales de exoneración del servicio militar obligatorio, su trámite es engorroso. Hace tres semanas el portal Pacifista publicó la historia de Estiven Quiñones, un caleño de 23 años que presentó en enero un derecho de petición para eximirse del servicio militar por objeción de conciencia y tuvo que enfrentarse, sin abogado ni recursos, a un hostigante proceso de varios meses para poder lograr su propósito.
Cuando trabajé en la Registraduría oí varias historias de registradores municipales de distintas zonas del país que denunciaban que el Ejército se instalaba a la salida de sus sedes para hacer batidas o repartir citaciones masivas a los muchachos que cumplían 18 años y se acercaban a tramitar su cédula. Muchos jóvenes preferían quedar indocumentados que correr el riesgo de ser reclutados.
Le pregunto a mi hermano qué piensa de su paso por el Ejército y responde: “me sirvió para valorar la comida de la casa y la familia, pero intelectualmente fue un año perdido y si pudiera devolver el tiempo no quisiera vivir eso otra vez”.
Hacer trizas la paz es privar de la libertad a un muchacho que está pensando en la novia, el fútbol, la música, el estudio, la cerveza o en cómo levantarse unos pesos para ayudar en la casa, y reclutarlo de manera forzosa para obligarlo a vestir camuflado, cargar un fusil y responder “como ordene mi teniente”, a cualquier cosa que le digan.
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