Si hay algo que tengo claro es que no me iría a vivir a Copenhague, capital de Dinamarca. Muy bonita y todo, con su pintoresca calle Nyhavn y elegida en 2017 como la ciudad más feliz del mundo por su calidad de vida y ese saber disfrutar de lo sencillo que ellos llaman ‘hygge’, pero allá no me asentaría. Y no lo haría por las bicicletas.
Nueve de cada diez daneses tienen bicicleta y en su capital - de unos 600 mil habitantes - hay más bicis que personas. Los infantes pasan de gatear a pedalear. Tienen ciclorrutas que llevan a todos lados, bajos niveles de contaminación de aire producido ante la notoria baja presencia de carros y el mayor problema que tienen los ciclistas son los turistas. Visitantes acostumbrados al rugir de los motores y a parar cuando los sienten cerca, pero que se ven atropellados con frecuencia por las silenciosas bicicletas.
Leyendo un poco, encontré que a esta ciudad llegaron primero las bicicletas que los carros. En 1892 ya tenían la primera ciclorruta y para cuando llegaron los vehículos a motor los daneses encontraban como un despropósito tener que desplazarse en ese aparato ruidoso para recorrer los 1,6 kilómetros que en promedio los separan de su casa al trabajo. Además, sus calles tienen pendientes del 0% y el obstáculo natural al que más se enfrentan es a las ráfagas de viento helado que bajan del Polo Norte y que deben ser brutales en invierno.
Todo esto es muy lindo, pero yo no puedo - debo - montar en bicicleta por una condición en mis rodillas. Ese movimiento cíclico del pedaleo me las inflama y en la adolescencia me dieron la opción operarme o dejar de montar en bicicleta. Opté por lo segundo. Por lo que ir a Copenhague sería caminar constantemente, usar transporte público o quedarme sin plata pagando impuestos de hasta un 180% más que en el resto de Europa por un carro.
Por eso cuando en Manizales hablan de incentivar el uso de la bicicleta me duelen las rodillas.
Las propuestas que desde la alcaldía de Carlos Mario Marín son bien intencionadas, amigables con el medio ambiente y saludables, pero vienen más desde el deseo que desde lo factible. Arrancando con la topografía.
Las calles de Copenhague tienen una pendiente inferior al 1%. O sea, es llana. Manizales, en cambio, tiene calles de hasta 19% de inclinación (la carrera 27 entre calles 50 y 51, que por fortuna es solo de bajada). Para que se hagan una idea: el Galibier es un puerto de montaña del Tour de Francia que para los ciclistas profesionales es “un viacrucis”, pues en su pendiente máxima tiene una inclinación del 15%. Para pedalear en Manizales hay que tener el espíritu de Egan Bernal o Nairo Quintana. En mi caso, viviría dopado como Lance Armstrong.
Ahora vamos al espacio, a lo que tenemos. Nuestra Avenida Santander, columna vertebral vial de Manizales y laboratorio y sala de juegos de cada persona que asume la Alcaldía, es angosta. Además, el gobierno anterior la dejó convertida en una pista de obstáculos con sus hitos anaranjados y sus bordillos traspasables. A esto se suma que hace dos semanas metieron “bandas ciclopreferenciales” - dice el secretario de Tránsito, Jaime Augusto Gómez Díaz - haciendo más estrechos los carriles para los vehículos. No caben un carro y una buseta, menos caben dos busetas peleando por pasajeros. Esta nueva ciclovía improvisada y “temporal”, que no contó con la opinión de la Sociedad Caldense de Ingenieros y Arquitectos y la Sociedad Caldense de Ingenieros Civiles (SCIC), es echarle más chicharrón a la dieta a una arteria ya taponada de grasa.
Y está lo viable. Esta semana pudimos ver la propuesta de ciclorruta elevada por la Santander, que en la animación se veía dinámica y chévere, pero cuya construcción implicaría demoler decenas de inmuebles, desvalorizar otros tantos (¿alguien quiere ver a un ciclista cruzar por la ventana del tercer piso de su apartamento?) y oscurecer con su sombra de puente la avenida.
El desarrollo de Copenhague se planeó sobre vías transitadas por bicicletas. Manizales la pensamos a lomo de mula y nuestras vías se erigieron sobre trochas. Como tales se derraman por la montaña. Por ello, más que ciclorrutas elevadas y condicionarnos a que nos den una camiseta amarilla cada vez que vayamos a mercar, el cable aéreo se presenta como una alternativa. Una en la que la ciudad ya tiene experiencia pero que abandonamos al ponernos de rodillas ante la corrupción y las mafias de los transportadores.
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