En su documento Por qué la resistencia civil funciona - La lógica estratégica del conflicto no violento (https://bit.ly/35oKnbx), las investigadoras María J. Stephan y Erica Chenoweth establecen que “el 53% de las grandes campañas no violentas han tenido éxito, frente a 26% de las campañas de resistencia violenta”. O sea, la protesta pacífica es más efectiva que la de los encapuchados, los vándalos y los saqueadores; ni hablar de los terroristas que quieren tomarse el poder.
La protesta pacífica, sin embargo, viene con su cuota de víctimas. La Marcha de la sal de Gandhi, en 1930, dejó 320 heridos y dos muertos. Pero este acto de resistencia civil llevó a que en ocho meses el imperio británico encarcelara a cerca de 90 mil indios y asesinara a miles en Bombay, Calcuta y Karachi.
El movimiento por los Derechos Civiles, en Estados Unidos, dejó al menos 41 muertos entre 1954 y 1968. Entre ellos uno de sus líderes, Martin Luther King Jr.
Y Aung San Suu Kyi - llamada en su momento la “Mandela birmana”, premio Nobel de paz en 1991 y líder de la resistencia civil en Myanmar - llegó al poder en 2016 para cometer el genocidio del grupo étnico rohinyá. Una barbarie que, según las Naciones Unidas, dejó 725 mil desplazados y 25 mil muertos a manos de los “pacíficos” budistas birmanos.
Por eso no debe extrañarnos que las protestas del pasado jueves terminaran mal. En la mañana, miles de ciudadanos salimos para manifestar nuestro descontento con el gobierno del presidente Iván Duque y lo que se llamó su “paquetazo” de reformas laborales, pensionales, financieras y tributarias. Fue una fiesta de pancartas y banderas en la mayoría de las ciudades de Colombia. La noche, por otro lado, fue una pesadilla de actos vandálicos y extralimitación de la Fuerza Pública.
Era lo esperado después de tantos días de tensión y amenazas por parte de ciertos sectores cercanos al Gobierno. Desde esos que amenazaban con formar grupos de autodefensa ciudadana hasta esos alcaldes que militarizaron las calles. Y ante la falta de autoridad que hay en este país -que es diferente a la represión violenta- pues vienen los desmanes de esa población que quiere reclamar lo suyo y atacar lo que simboliza abuso: la Policía, el transporte público, los supermercados, las instituciones.
“Los que hacen la revolución pacífica imposible, harán inevitable la revolución violenta”, dijo el presidente John F. Kennedy y no un comunista castrochavista pagado por el Foro de Sao Paulo, como pensarían en el Centro Democrático.
Si se quiere un cambio, tendrá que haber más presión ciudadana. Más gente inconforme haciéndose notar con sus cacerolas. Más bloqueos, más incomodidad y, posiblemente, más sangre y más muertos. En Chile no pusieron al presidente Sebastián Piñera contra las cuerdas protestando un día. Lo hicieron -y aún lo hacen- durante semanas, porque nuestros gobiernos son marrulleros. Tan pronto como baja un poco la marea buscan distraernos con algo.
Lo positivo del Paro Nacional N21 es que no hay cabezas visibles que lo lideren. Ni siquiera Gustavo Petro o Roy Barreras que, ventajosos como son, quisieron sacar provecho político adjudicándose el crédito de las protestas. No hay un sindicalista, un pensionado, un estudiante, un empresario al que puedan sentar en una mesa a negociar y endulzarle el oído. Somos una masa de ciudadanos mamados de cómo se están manejando las cosas y sin esperanzas del rumbo que está tomando Colombia.
Ya le toca al presidente Duque sentarse con sus asesores y pedirles la renuncia. Convocar a su gabinete para desarmarlo, ajustarlo o lo que sea para sacar al país adelante. Ya es hora de que se siente en la Casa de Nariño y se pregunte “¿y ahora qué?”.
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