El pasado 3 se cumplieron 30 años de la reunificación de Alemania, cuando la Federal, verdaderamente democrática, y la Democrática, en realidad comunista, fueron de nuevo una sola nación. Esta efeméride digna de recordarse, pasó minimizada por los vaivenes de las pandemias, la viral y la de la humana estupidez, empeñada en diversificar las maneras de violar, corromper y matar; la resurrección de James con posible fecha de vencimiento; la bufonesca disputa por la Presidencia de los EE.UU., las esperadas confesiones de las Farc, en fin.
Ayer, como hoy, al histórico hecho no se le dio la importancia debida en Colombia. Y no es de reprochar: mientras el mundo celebraba, el país se ahogaba en sangre. Las mafias estallaban bombas por doquier; los pistoleros se tomaban las calles, las guerrillas los campos, los paramilitares asomaban sus fétidas narices; fueron asesinados tres candidatos presidenciales, un procurador, numerosas personalidades y periodistas, y mucha gente del común. Se soñaba con que el novedoso tarjetón electoral pondría la república en manos de políticos honrados, decentes y preparados (éramos ilusos), y el movimiento estudiantil de la séptima papeleta tejió la carpa del circo donde, con malabares, contorsiones, trucos de magia y muchas payasadas, surgió la Constitución de 1991.
Explicado el autismo nacional, volvamos al panorama internacional: la reunificación fue el punto culminante de un fascinante periodo del siglo XX. Comenzó en 1989 con multitudinarias manifestaciones pacíficas en los países del bloque soviético. Solo en Rumanía fue derrocado con violencia el régimen comunista y ejecutado el jefe de Estado. El momento más emocionante de aquel Otoño de las Naciones fue el derribamiento del Muro de Berlín, en noviembre de 1989: cayó la Cortina de Hierro y las fronteras otrora inexpugnables fueron atravesadas por riadas humanas.
Con el comunismo deshaciéndose como proyecto político y sus naciones al borde del colapso económico, se desató un frenesí diplomático para reacomodar las fichas al nuevo orden. Por fortuna, el primer ministro de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, supo entender el momento crucial. En su encuentro con George Bush padre, presidente de los EE.UU., acordaron que permitirían a una Alemania eventualmente unida, elegir con libertad su afiliación a la OTAN occidental o al Pacto de Varsovia oriental.
Al mismo tiempo, representantes de ambos sectores germanos se reunieron, en un ambiente tenso, mientras el canciller del Federal, Helmut Kohl, hizo lo propio con Gorbachov durante un agradable paseo de campo. A pesar de tener su cargo en entredicho, por la oposición de un poderoso sector conservador del Politburó, el premier soviético impuso una sola condición: que le pagaran por retirar las tropas de la Democrática. Así de quebrados estaban.
Una vez superada una entorpecedora exigencia, propia del pensamiento insular de los ingleses, llegó el inolvidable 3 de octubre de 1990. Tres decenios después, los dos antiguos países no se equiparan aun en calidad de vida y los alemanes del Oeste afirman que los del Este se la ganan fácil. Pero el solo hecho de que puedan discutir, es consecuencia de una de las gestiones diplomáticas más positivas de la historia, cuando viejos rivales tiraron hacia el mismo lado, para poner fin a una Guerra Fría que durante 45 años mantuvo a la Humanidad en vilo, temerosa de un holocausto nuclear que se desataría con solo apretar un botón rojo.
Si bien solo se alcanzó una Paz Fría, como dijo un protagonista de ese proceso, desde entonces no ha habido otra demostración igual de armonía geopolítica. Difícilmente la habrá, pues a excepción de Ángela Merkel, sus pares actuales ni siquiera se igualan por lo bajo: los mediocres disputan con los peores.
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