En el libro “Clases de Literatura”, comenta Julio Cortázar que un personaje de su Rayuela “insulta a las palabras, las llama “las perras negras”, las llama “las prostitutas” les da un montón de nombres despectivos y peyorativos”.
Es irreflexivo y ligero ese lenguaje para desjerarquizar lo que la palabra representa en la cultura universal. Todo es palabra. Desde el “hágase”, verbo rector de la creación hasta el balbuceo del moribundo que las puja antes de morir. No tiene sentido crítico calificarlas de “perras negras” o “prostitutas” desconociendo que son manantial de vida. En conclusión, el manejo del idioma crea permanentes conflictos de valoración. Una crítica liviana supone que el escritor es una curí que vive permanentemente encamado pariendo prosas sin contención. Es cierto, sí, que hay que sufrir la diarrea de mucho gacetillero que desborda la pluma en folletines frívolos, o se ensaya en novelas aburridas, o mide por centímetros los versos que acumula, o compra libros por arrobas. Se cree que el que escribe juega con los puntos y las comas, convirtiéndolo en una damilla que se viste con ropajes de marioneta.
Ocurre que escribir es parir. Se necesitan tenazas, a veces, para que nazca la criatura. Primero la preñez. No es posible barruntar prosas sin un intenso ejercicio de previas lecturas que alumbren caminos, susciten interrogantes y maduren opiniones. El cerebro es una despensa y hay que colmarlo de letras, saturarlo de libros, para que dé respuestas a las cogitaciones del alma. Quien no lee espiritualmente es estéril. Quien escribe es dueño de un jardín que tuvo aporcamientos oportunos, fue auxiliado con riesgos en las calistenias y aliviado con desagües en los inviernos.
Escribir es crear. Cuántas introspecciones se requieren para moldear ideas, darles forma, pulirlas, vestirlas con oropel, ataviarlas bajo la dictadura de un cincel que las grava con precisión. Más aún. Cada palabra tiene horizonte propio. Es una ventana que se abre, es apertura al espíritu para que aletee y busque linderos lejanos. Llegan en tropel los sustantivos con señorío mandón, los verbos hacedores y los adjetivos que ornamentan.
Parece fácil suponerlo. Pero uno es el énfasis de los predicamentos, y otro, darle vida purificada a ese mundo que bulle en la mente del escritor, con todas las filigranas que permite el idioma, cantera rica en filones de oro. La pluma se convierte en una servidumbre. Sujeta, reclama, exige. Es brújula que orienta a quien la sirve. Piénsese en Javier Arias Ramírez. Era casi harapiento. Su vida transcurrió entre alcoholes, burdeles, burlándose cínicamente de su pobreza. Tenía temperamento fiestero y le hacía firuletes al destino. Fue un gran poeta. Hoy y siempre es gloria intelectual de Caldas. Qué no escribir de Bernardo Arias Trujillo. Su prosa es imaginativa, sangrienta en adjetivos demoledores cuando le daba salida a sus rabias, y hermosa y celestial cuando hacía vendimias estéticas. Otro bohemio en lirismos fue Silvio Villegas. Sus cartas de amor se pueden parangonar con las más bellas que se hayan escrito en todos los tiempos.
Las palabras tienen melodía y aroma. Quien sabe organizarlas danza con ellas. Son vinagres y maltratan cuando derrumban ídolos, cobran pendencias y fomentan discordias. Pueden envenenar o tener retumbes de fusil. Ser homicidas y premeditar crímenes. Escogidas por el adversario son peligrosas y malevas. Su cara buena es angelical. El poeta las pule, les da retoques de reinas y las sube a las pasarelas. Manejarlas bien es una ciencia. Son utilizadas como perdigones, duros y contundentes. O se las encarama en un florero en donde lucen como preciosas quinceañeras. El escritor le saca pasos. Puede tener lentos movimientos de bolero, repiques de cumbia o trabazones de tango.
Las palabras mezclan sensaciones. Con solo pronunciarlas fluye una saliva ácida, o espesa cuando los relatos tienen desbordes de sangre, o son diluidas y gratas cuando el epicentro es el nombre de una hermosa mujer. Las hay para saludar las mañanas con vapor de zanja mojada, o las que tienen efluvio de musgo, como arrancadas de la huerta casera. Unas iluminan y abren senderos y otras son recatadas, se visten de luto. Estas son viriles, enérgicas, parecen trompetas militares. Aquellas son tímidas, tienen rubor campesino. Todas merecen un altar. El escritor, luz y sacerdote de los pueblos como lo proclamara Carlyle, trabaja con las palabras. Éstas son remilgonas, se alejan o se esconden, le huyen a quien las busca. En otras ocasiones son generosas y coquetas. Se dejan manosear, se desvisten sin pudor. Primero son pudibundas, después descontroladas y voluptuosas. De todos modos, ¡qué difícil es escribir!
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