La vida de la escuela no ha sido ajena a la invasión cultural que se ha gestado en el país durante las últimas tres décadas con todos los procesos de apertura y globalización económica. Con la puesta en marcha de modelos y estrategias de internacionalización de la economía, también se invaden costumbres, culturas y las formas mismas de organización de los pueblos. Los grandes acuerdos de los gobiernos más poderosos del mundo terminan afectando la cocina de las familias de los pueblos más recónditos de un país como el nuestro.
Esta misma realidad se vive en la cotidianidad de la escuela, pero con especial énfasis en el ámbito de lo artístico, hacia donde quiero orientar hoy la reflexión. En el sector educativo este fenómeno se acentuó con demasiada intensidad a partir de la Ley 715 de 2001, que cercenó el movimiento artístico escolar al eliminar, entre otros, a los profesores de artística de las escuelas de Colombia, y esto posibilitó un espacio ideal para que todo tipo de ritmos y géneros foráneos se tomaran los escenarios escolares, donde los profesores permanecíamos impávidos presenciando los actos comunitarios de izada de bandera en medio de la más agresiva de las invasiones culturales, en los cuales, a ritmo de música electrónica, punk y metal, se leía con frialdad una página de la batalla de la independencia nacional, con la nostalgia y el recuerdo efímero de los aires autóctonos como el bolero, el bambuco, el pasillo y la cumbia.
La gran noticia es que este desconsolador panorama no es del todo cierto. En la escuela hay maestros que se resisten a dejar morir el folklor colombiano en los escenarios educativos. Pero más significativo aun: hay muchos niños y jóvenes que en medio de esta agresiva y provocativa invasión cultural, se dejan seducir por los aires propios del folklor nacional. A principios de este año recibí la propuesta de los profesores de artística, especialmente de Luis Enrique Londoño - “Kike”, de llevar a cabo un festival intercolegiado de música colombiana. Confieso que su iniciativa me pareció osada, precisamente por el panorama que he descrito, pero decidí apoyar esta iniciativa y estructuramos la propuesta. Este primer festival intercolegiado de música colombiana tuvo por nombre “Un canto a mi país”, en homenaje a un gran músico, a un gran compositor, pero sobre todo a un gran hombre: el maestro Fabio Alberto Ramírez.
Más de veinte colegios y más de cincuenta niños, niñas y jóvenes, con sus profesores y padres, animaron las audiciones privadas durante el año, y se llevaron a cabo rondas eliminatorias, talleres y conversatorios, con fervor, entusiasmo y un profundo compromiso. Luego de un trabajo arduo, el pasado 5 de noviembre se llevó a cabo la gran final, y fue un evento sencillamente espectacular. El propio maestro Fabio Alberto vivió con el corazón en sus manos la magia y el profundo significado de lo que allí pasaba. Su asombro es indescriptible al ver cómo unos niños entre ocho y diecisiete años hacían la magia interpretativa de sus temas, porque solo se podían interpretar temas de su autoría. Entonces Los Follajes se mostraron en su máximo esplendor, El Pelagatos fue invitado excepcional, Luna se asomó al caer de aquella tarde, Madera y Piel nos hizo recordar bambucos, bundes y guabinas, mientras el sol hizo despertar a una Dulce niña, y hasta hubo tiempo de recordar a Mis Viejos que todavía se quieren.
Ciertamente fue una tarde maravillosa. Este espectáculo me llenó de esperanza y, como bien lo acuña el doctor Carlos Arboleda González, convencido estoy de que es mucho mejor un “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche…” a ritmo de bolero, que un “Perrea, mami, perrea” a ritmo de reguetón.
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