Colombia ha sido siempre una licuadora de diásporas y desplazamientos a lo largo de su historia sangrienta. Y como soy fruto de éxodos y diásporas interiores, es necesario identificarse, mostrar las huellas propias, el barro, la identidad de quien habla, para no quedarse en el limbo de los grandes conceptos y las citas de adorno tan usuales en nuestra ensayística.
Puesto que el tema de hoy es "Literatura y globalización", o tal vez con más exactitud, qué hace un escritor colombiano "fuera", cómo se confronta a ese "fuera" -si es que hay acaso un "afuera"- y cómo enfrenta o percibe sus orígenes, quisiera decir que, aunque me fui de Colombia en 1974 siendo menor de edad entonces y nunca he vuelto a residir en mi país de manera permanente, jamás me he sentido "afuera" porque siempre he estado "adentro".
A lo largo de estas décadas en París, Estocolmo, Barcelona, Berlín, Los Ángeles, San Francisco, Ciudad de México, y otras ciudades, como la tortuga que emigra por los océanos, debo reconocer que la colombianitud ha estado presente cada día en mí como la caparazón del inmutable quelonio, casi como una enfermedad o una condena.
¿Pero de qué trata "mi adentro"? Como casi todos los colombianos, soy el fruto bíblico de largos desplazamientos a los que estamos acostumbrados a través de los siglos. Mi familia paterna viene de Sonsón y la materna de Santa Rosa de Osos, ambos en Antioquia, de donde los bisabuelos debieron emigrar en el marco del proceso colonizador a fines del siglo XIX al oriente de Caldas, por tierras cercanas al río Magdalena y los afluentes que descendían de la cordillera occidental hacia pueblos con nombres tan deliciosos como La Dorada, Honda, Victoria, Pensilvania, Marquetalia, Manzanares, Samaná, en tierras pobladas desde hacía milenios por múltiples tribus indígenas que fueron diezmadas durante la primera colonización española.
Puede uno imaginar entonces historias de ancestros indios, españoles, negros o judíos perdidos en las montañas de Antioquia, de tías abuelas camanduleras y decimonónicas vestidas de negro con su rosario a cuestas en la brumosa Santa Rosa de Osos, de hombres fuertes de Sonsón atareados en la arriería, en los aserraderos o en las minas, que al final de la jornada bebían y tocaban tiple al calor del aguardiente, como bien los describe el "Cancionero antioqueño".
Luego habrán bajado por las selvas baldías del Oriente de Caldas en la gesta de la colonización antioqueña para fundar esos pueblos de montaña o de tierra caliente que nutren los relatos de la infancia. ¿Quiénes eran, qué pensaban, qué decían esos ancestros que uno busca en el "Cancionero" y en las obras de Tomás Carrasquilla? ¿En qué pensaban los abuelos Marco y Lola, el tío abuelo Alejandro, el abuelo Ramón Eduardo, la abuela Mercedes caminando por las plazas de Victoria, Manzanares, Marquetalia, Pensilvania, Manzanares o La Dorada?
Soy fruto de esa diáspora colombiana permanente y si llevo años de errancia es tal vez siguiendo el éxodo del que provengo, incluso desde antes de que zarparan las naos españolas de mis ancestros castellanos, moros y sefardíes. Y si he vuelto a Europa o viajado a la India o a Marruecos y si quiero un día ir a la Antioquía bíblica, en la frontera de Turquía e Irak, es tratando siempre de explorar esos hilos imaginarios de la globalización como esencia de la aventura humana a la que me refería al inicio.
De los años de mi natal Manizales queda el recuerdo crucial de ese 20 de julio de 1969 de hace medio siglo cuando el hombre llega a la luna, y en familia observamos esa noche los pasos de Neil Amstrong y Buzz Aldrin sobre el satélite. Ese día quedaba atrás para siempre la ciudad cafetera marcada en la primera mitad del siglo XX por una generación de escritores inspirados en la ultraderecha católica francesa, bajo la mirada severa y el incesante tañido de las campanas de la gigantesca Catedral gótica de cemento armado que domina todavía la ciudad como el fósil de un animal intergaláctico.
A fines de los años 60 y comienzos de los 70 del siglo pasado, a través del Festival internacional de Teatro que se realizaba allí, se abrieron puertas a las ideas nuevas que circulaban por Europa y el continente latinoamericano, con la presencia de centenares de jóvenes y viejos dramaturgos, pintores, poetas y críticos y celebridades de la literatura continental como Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, y Ernesto Sábato, entre otros. Y desde las sedes del Colombo-Americano y la Alianza francesa fluía el cine y la literatura modernas, por lo que desde la adolescencia ya estábamos tocados por esa sed viajera y el deseo de recorrer el mundo para palpar con propia mano la intrincada red de la cultura y el arte y sus vasos comunicantes apátridas.
Con la película Blow up vista a los 15 años, el rock revolucionario que persiste y es actual como propuesta en el siglo XXI, el viaje a través de In a gadda da vida, Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Santana, las ocurrencias del nadaísmo nacional y Rayuela de Julio Cortázar, el mundo se veía distinto en ese 1969. Hasta allí llegaban las ideas de mayo de 1968 francés, el hippismo de High Ashbury californiano, y la ola revolucionaria encendida por la muerte del Che Guevara y de Camilo Torres, acompañada por todas las obras latinoamericanas fundamentales del momento como Canto general de Pablo Neruda, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Paradiso de José Lezama Lima, el Siglo de las luces de Alejo Carpentier, Tres tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante, La ciudad y los perros y Cien años de soledad, entre otras muchas, en ediciones nuevas de las editoriales Era de México o Sudamericana de Buenos Aires. La devastadora modernidad de los años 60 con sus rupturas científicas, ideológicas, estéticas, musicales y literarias había roto las distancias y aniquilado la vieja provincia católica, patriarcal y autista.
Hasta antes de esa explosión cultural de los años 60, expresada en Colombia en excelentes revistas literarias como Mito y Eco, la intelligentsia del país estaba conformada de manera dominante por los herederos de la oligarquía del altiplano, liderada desde la tumba por Miguel Antonio Caro y Rufino J. Cuervo, y sus aliados del notablato provinciano, en especial payanés, como Guillermo Valencia, cuya palabra era la única escuchada como salmodia desde los altavoces de la Avenida Jiménez con carrera séptima.
Fuera de ella solo quedaba la tuberculosis, la marginalidad, la sífilis, Julio Flórez, Barba Jacob y Osorio Lizarazo. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 es simbólico porque con esa muerte se quería acallar la voz naciente del negro, el indio, del provinciano, el plebeyo de los barrios bajos que alzaba su voz y hablaba con mayor pertinencia y brillantez.
Pero al matar al símbolo y desatar la caja de Pandora de la Violencia, se generó un proceso que condujo a la liberación de las fuerzas intelectuales del país. Gabriel García Márquez, descendiente de muchos éxodos y diásporas vendría a ser el símbolo máximo de este fenómeno: el muchacho escuálido y pobre de provincias que presenciaba en Bogotá el acontecimiento mayor del siglo terminaría por encarnar ese cambio y realizaría una obra rebelde que habla de esos desplazamientos y esas diásporas pobladas de turcos, gitanos, italianos, catalanes, castellanos.
Cien años de soledad es la historia bíblica del desplazamiento de la "ignara plebe" colombiana, es la increíble y triste historia del pueblo colombiano que culmina con el Premio Nobel en Estocolmo, ante la mirada envidiosa y sorprendida de nuestro desalmado notablato. Cien años de soledad es el ejemplo crucial de esta licuadora de desplazamientos que ha nutrido y nutre a Colombia.
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