En un lúcido texto publicado por El Espectador el domingo pasado, el escritor William Ospina nos lleva de su pluma a recorrer buena parte de la historia de Colombia, que es la historia de las guerras empecinadas, de la terca violencia, de los conflictos sociales, económicos y políticos irresolutos, de los desencuentros definitivos y sin regreso.
Como el perro intentando morderse la cola, sectores políticos y sociales agenciados por el Estado pactan la paz, acuerdan propósitos, sellan armisticios, y celebran el advenimiento de una paz que se sugiere siempre sea efectiva y duradera, para volver, otra vez, a la guerra bajo formas más impiadosas y atroces.
Y en esas estamos ahora: luego de firmado el Acuerdo del Colón, cuando muchos asumíamos que vendrían tiempos de apacible convivencia y prosperidad, asistimos sin tregua a una escalada de violencia que en sus manifestaciones más inhumanas reproduce el conflicto que creíamos superado.
“Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX las guerras civiles abiertas o camufladas nos impusieron una visión binaria de la realidad en la que el otro aparecía siempre como el malo absoluto…”, “el debate público se convirtió en una lucha entre el oro y la escoria: toda posición alternativa era satanizada bajo el dogma de que hay una verdad fuera de la cual no hay salvación,” nos recuerda William Ospina.
“Juventud Farc”, “sicario moral”, “carnicero de Uribe”, “la cosa nostra colombiana”, “socio de Santrich.” La lista es larga y varía de acuerdo a la identificación que hacen los actores del debate púbico de las situaciones de contexto, para intentar ser más hirientes y poder alcanzar un mayor nivel de descalificación y confinamiento moral del oponente o contradictor de turno.
Y como ocurre cuando los árboles no dejan ver el bosque, este sinnúmero de diatribas y de insultos multiplicados al infinitun por las redes sociales, cubren el horizonte de la realidad nacional con una nube espesa que posterga el análisis sereno y sosegado de nuestra realidad, y el descubrimiento de una verdad inapelable que se pudiera predicar de los fracasos de todos los armisticios, los acuerdos y los pactos que han buscado superar de manera definitiva nuestras discordias y confrontaciones sangrientas.
Habría que preguntarse entonces qué es lo que no se ha hecho bien, qué hilo de la madeja de los acuerdos ha quedado suelto y a quién le corresponde entonces asumir la responsabilidad de los fracasos.
La historia recurrente de fracasos toca con que los acuerdos no los han incluido a todos, con que el Estado no ha sido funcional al cumplimiento y desarrollo de lo pactado y, en consecuencia, no se han hecho las reformas que pudieran cambiar radicalmente las condiciones que han dado origen, continuidad y justificación a la lucha armada.
Urge entonces la construcción de un Estado eficiente, capaz de cumplir la convenido y dispuesto a emprender y concretar las transformaciones que hagan imperativa la tranquilidad social.
Como dijo hace algunos días el procurador saliente, Fernando Carrillo, en una entrevista al periódico El País de España: “Lo que viene requiere de muchos acuerdos nacionales. Colombia tiene que parar este extremismo, esta crispación, y por supuesto, esta polarización”.
No se trata de ir por ahí disfrazado de policía cuando el mismo presidente como comandante en jefe, no nos ha logrado convencer de que está siendo efectivo en controlar esta escalada de violencia, este envilecimiento de las condiciones sociales de la gente, esta exacerbación del poder de la autoridad, este fracaso vergonzoso del Estado en su papel de garante del cumplimiento de la palabra empeñada en los Acuerdos.
“La principal causa de que la paz, (las paces), no se consolidara es que fue una paz sin cambios profundos”, concluye Ospina. Y mientras tanto muchos, entretenidos jugando con fuego.
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