Esta época que nos tocó vivir se caracteriza por no pensar. Predomina una trivialización de lo relevante, debido a que se transfigura nuestra contemporaneidad por el birlibirloque de algunos intelectuales posmodernos que no le prestan el debido respeto a la razón. Y esto es contagioso: cada vez, más ciudadanos no quieren saber ni entender la esencia de las cosas ni ahondar en la profundidad de las mismas respecto de lo que realmente es trascendental. Los conceptos se han vuelto huecos, no significan nada, lo que conlleva tener una vida superflua, ligera, fácil. El sentimiento se vuelve banal, las sensaciones fútiles, las miradas cómplices en la espera de algo que finalmente no va a pasar.
Desesperanza, pesadumbre, tristeza, soledad, caos, incertidumbre… nostalgia, desarraigo… nada de esto estimula una vida feliz y tranquila. Quizás eso nos permita entender la soledad; alguien me decía que somos una sociedad de solitarios. Creo que le asiste algo o mucho de razón. Por ahí, me parece, se va desfigurando nuestra condición como homo sapiens. No le encontramos sentido a la vida ni a la búsqueda de la verdad, por el contrario, la evadimos. Nos gusta lo fácil, lo rápido.
Y esta pasión desenfrenada por la vida fácil conlleva que nos resguardemos en nuestros propios dogmas y nos resistamos a pensar. Y esta resistencia impide que preguntemos por el sentido de la vida. Esto, por supuesto, produce una angustia existencial pavorosa; un sentimiento de negación que nos lleva a renunciar a nuestra libertad y a acoger la idea de una compañía eterna y sacra, absoluta. Se rompe de esta manera la autonomía, la autoreferencia, y no se siente ser autor del propio destino, sino que se cree que la vida le pertenece a otros. Surge, entonces, la desidia, el abandono, la desconfianza y la banalidad; y nos olvidamos de los problemas fundamentales de la vida.
Me parece que una forma de resistir esta banalidad es conversando, girando alrededor de los intereses del otro, aproximándonos a su humanidad. El problema está en que cada vez conversamos menos; pero, de manera paradójica, hablamos más. Y así es muy difícil construir un gran relato que dé cuenta de lo que somos como sociedad. Este relato se da si y solo si comprendemos que conversar requiere de ciudadanos que sean capaces, por un lado, de superar sus propios prejuicios y dedicarse a pensar con la más interesada intención de comprender al otro. Se produce aquí una relación horizontal, de respeto común, de honestidad y de solidaridad, indispensables en una democracia en donde la participación se convierta en el eje fundamental.
Conversar es asumir la posibilidad de poner sobre la mesa la palabra y empeñarla como un compromiso que permite considerar las consecuencias de lo que se piensa, se dice y se hace. Conversar es rebasar la soledad como abandono y acercarse al otro para construir un camino juntos. El pensar y el conversar, en consecuencia, nos hace sujetos morales. Y como tales nos debemos al cumplimiento del mandato que emana de la sociedad. Creo que ese es un camino relevante que aminora, de alguna manera, la banalidad del mal que nos envuelve día tras día.
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