“El que pone la plata pone las condiciones”, dice el machucho, que permite que propongan y legislen, para, al final, imponer las condiciones que convengan a sus intereses, e incrementen sus bienes y su poder. Eso ha funcionado así desde siempre. Pero antes se actuaba con algún pudor, con discreta influencia, hasta que los ricos se destaparon con una sentencia imperiosa: “Cuánto tienes, cuánto vales.” Y ante eso no hay poder que valga. Ese destape se dio por los años 60 del siglo XX, casi simultáneamente con el de la mujer (la liberación femenina), cuando misiá Mary Quant impuso la moda de la minifalda, cuyo ruedo subió hasta los linderos de los calzones. Y detrás vinieron las botas altas, amacizarse en público con la pareja, tomar trago, capacitarse para trabajar, ingresar masivamente las muchachas a las universidades, manejar moto, hacer política y administrar sus finanzas. La época también coincide con el boom de los carteles criminales, especialmente del narcotráfico y el contrabando, que permearon la sociedad hasta influir perversamente en todas sus actividades, especialmente en los sistemas político y económico. Para entonces estaba consolidada la fortaleza del sector financiero, cuyos tentáculos invadieron espacios que le eran ajenos, como la industria, de la que se convirtieron en accionistas mayoritarios; la construcción, impulsada por el perverso sistema UPAC, que llenó las arcas de los prestamistas (bancos y corporaciones) y arruinó a los usuarios. Además, las upac dispararon la inflación, para que los bienes raíces de los capitalistas valieran más y a los asalariados no les alcanzaran los ingresos para mercar, educar a las familias, transportarse y pagar cuotas de deudas hipotecarias. El sueño de la casita propia, “para tener donde meter la cabeza, aunque se le quedaran las patas afuera”, como decía una señora, se esfumó, junto con el Instituto de Crédito Territorial y el Banco Central Hipotecario, creados durante los gobiernos liberales de López Pumarejo y Eduardo Santos, para dotar de vivienda propia a los pobres y a la clase media. A esas dos beneméritas instituciones las quebró el clientelismo del Frente Nacional, beneficiando a bancos y corporaciones, nacionales y extranjeros, ante la impotencia del Estado. Lo que siguió, por conocido se calla. Los grandes capitales, algunos camuflados para disimular su oscura procedencia, extendieron sus tentáculos a la gran industria, a faraónicas superficies comerciales, a los gobiernos financiados por ellos y rendidos a sus designios, a los legisladores, amanuenses de su voluntad; a la justicia, celestina de sus apetitos y al cuarto poder, los medios de comunicación, a los que podían mantener con sus presupuestos publicitarios, para que ensalzaran la imagen del dueño del aviso y aumentaran sus ganancias. Así va la democracia, “cuesta abajo en su rodada”.
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