Ese medio día, el jefe de emisión del noticiero de televisión para el que yo trabajaba me miró a los ojos y me dijo: “Nunca se te olvide que todos los seres humanos tienen un nombre”. Yo tenía 25 años, era mi primer trabajo y el de mis sueños en ese momento. Aunque no lo crean los milenials, en esa época la gente sí veía noticieros de TV, porque no había más alternativas para informarse: no había Twitter ni Facebook ni nada de esas cosas. Por esos días, yo todavía me perdía entre los estudios de grabación, el máster y no me aprendía la jerga interna del noticiero entre IN, OFF, FULL. Se hacían tres consejos de redacción al día, creo que todavía también, a las 8 a.m., a la 1 p.m. y a las 8 p.m. La dinámica era entrar al consejo de redacción, ofrecer un tema o recibir uno como encargo, salir a la calle para hacer una rapidísima reportería, en el camino de regreso ir escribiendo la nota en la cabeza o en las agendas con el logo de la marca y llegar corriendo a editar para luego ver la nota al aire. Algo de esa adrenalina me gustaba, a pesar de mis serios problemas para manejar el pánico escénico, y aunque no quería ser una estrella de cine, quería hacer algo como lo que hacía mi amiga reportera y compañera de trabajo que, por esa época, publicaba los mejores informes y en televisión se veía muy tranquila. Ella mezclaba las palabras con las imágenes de una manera que no podía haber otra mejor y yo la admiraba además, porque hablaba inglés perfecto, algo de francés y de japonés y se veía bonita con sus pintas de reportera gringa.
El jefe de emisión nos enseñaba a escribir titulares, a distinguir qué notas eran buenas y por qué. Era divertido y respetuoso. También leía novelas en los pocos ratos que tenía libres y escribía libros. Ese día él me encargó hacer, para el noticiero, una encuesta callejera. Con el entusiasmo que uno no vuelve a experimentar, sino recién salido de la universidad en esas primeras salidas de campo a hacer reportería, caminé varias calles alrededor de un colegio en Bogotá buscando personas que quisieran responder a mis preguntas en cámara. Grabé más de la cuenta con la idea de que hubiera testimonios variados de gente de distintos géneros, edades, posturas. Regresé al canal corriendo hasta llegar a la sala de edición para entregarle al editor el caset (en esa época era con caset), marcado por el camarógrafo que había salido conmigo con la etiqueta “encuesta callejera”. Mientras montábamos la nota, a toda, el jefe de emisión me llamó por el teléfono interno de la sala para que fuera hasta su puesto de trabajo en la redacción. Caminé para llegar a él entre los puestos de varios periodistas que escribían rápido. Al llegar, me pidió que buscara una silla para sentarme a su lado, mientras el noticiero ya estaba al aire y él no despegaba la mirada de la pantalla del computador. Viendo en la continuidad que la nota se nos venía encima, -me dijo -bueno, chicuela, ¿cómo son los nombres de las personas a quienes entrevistaste? - En ese instante yo me quedé en silencio, como cuando uno le manda por error un bruto mensaje de WhatsApp al jefe, -y le dije -No sé, no les pregunté eso-, y quise que la tierra me tragara. Han pasado 14 años de ese episodio y desde entonces no dejo de guardar (y de, a veces, usar trucos de asociación para recordarlos) como un tesoro los nombres completos de las personas con las que tengo que ver por la vida o por el trabajo. Y a veces, como ahora, cuando apunto un nombre en mi libreta, recuerdo el día en el que él despegó la mirada de la pantalla del computador, me miró a los ojos y me dijo “nunca se te olvide que todos los seres humanos tienen un nombre”.
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