Leo por estos días una biografía de Martín Lutero, el padre del protestantismo, escrita por la historiadora Lyndal Roper, un delicioso acercamiento a quien fuera uno de los grandes reformadores de la historia de Occidente. Más allá de lo que cuenta sobre su vida antes y después de ese famoso episodio de 1517, en Wittenberg, cuando clavó en las puertas de la iglesia las 95 tesis que lo llevarían a romper con la Iglesia Católica, me llama la atención la posición de Lutero sobre una de las grandes controversias que ha alimentado esa institución durante años y que se mantiene más vigente que nunca. Hablo, por supuesto, del celibato.
No quiero entrar en aburridos detalles sobre el libro, sino solo mencionar que, para Lutero, la sexualidad era parte del “orden divino” y que el celibato era “un infierno que corrompe al cristiano”. Lo dijo luego de renunciar a la Iglesia y casarse con una monja (aunque no hay que romantizarlo tanto: el libro también muestra que era un misógino de miedo).
Traigo a colación lo anterior porque desde hace unos días ha salido en todos los medios la noticia de que el padre Alberto Linero renunció a la Iglesia Católica pues “se mamó de soledades y de cosas que no entiende”. No hay que ser muy suspicaz para asumir que esas “soledades”, o esas cosas que escapan a su comprensión, van por ese mismo camino del que hablaba Lutero y que tienen que ver con una necesidad tan natural como humana, injustamente satanizada tantas veces: la sexualidad.
No tengo pruebas, por supuesto; sin embargo, una entrevista que Linero le concedió a la revista Bocas en 2013, da pie para meterse por ese camino. En ella, el hoy expadre hizo algunas confesiones reveladoras: dijo, por ejemplo, que como cualquier otro ser humano había sentido deseos sexuales (pero que entonces los controlaba, claro); que había deseado la mujer del prójimo y hasta se atrevió a sugerir que la doctrina eclesiástica podría ser más flexible con el tema del celibato.
En fin, sea cuál sea la razón de Linero para regresar a la vida civil, lo cierto es que la satanización del celibato resulta hoy completamente anacrónica. Las razones históricas para exigirle a los curas alejarse de los placeres de la carne no están del todo claras, pero pasan por el compromiso exclusivo a la vida espiritual y -sospecho que más importante aún- por la monopolización de los bienes materiales de la Iglesia. Como sea, el primer registro que existe sobre el tema es el del Concilio de Elvira, en el año 306, y siglos más tarde el Concilio de Trento, que lo volvió obligatorio.
Pero más allá de esos datos históricos que puede consultar cualquiera, lo cierto es que, de ser esa la razón, hay que celebrar la decisión del padre Linero (y si no, pues festejarla igual). No puede ser posible que a estas alturas todavía estemos hablando de cosas tan básicas como reprimir la sexualidad (de hombre con hombre, mujer con mujer, o del mismo modo en sentido contrario), o discutiendo si las mujeres pueden ser sacerdotes. No puede ser posible, digo, porque las consecuencias de esa represión están ahí, cada vez más a la vista: miren, si no, los innumerables casos de pederastia en la Iglesia que inundan la prensa todos los días.
Al final es posible que, como Lutero, el padre Linero entendiera que la mejor relación con Dios es esa que no tiene intermediarios terrenales; o, mejor dicho, que no hay nada como hablar directamente con el patrón saltándose esos inútiles mandos medios que se encargan de entorpecerlo todo.
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