Algo parece estar cambiando en torno a la fascinación que sentían los colombianos por las reinas. Es cierto que la transmisión de la elección ya no resulta, a estas alturas, un evento de primera línea (el rating de Ibope lo ubicó en el cuarto lugar de los programas más vistos la noche del 30 de septiembre), pero, a pesar de las feroces críticas en redes, las noticias sobre el tema continúan acaparando titulares en los periódicos. Seguimos hablando de ellas, mejor dicho.
Es más: escribir una columna sobre el tema significa otorgarle una mayor visibilidad a algo que se antoja tan banal, pero es que resulta difícil dejar pasar las declaraciones que la recién coronada señorita Colombia, Valeria Morales, pronunció sobre su homóloga de España, Ángela Ponce, la primera mujer transexual que competirá en Miss Universo. Palabras más, palabras menos, la representante de nuestro país, en ese tonito afable pero descalificador que solemos usar los colombianos, dijo que las mujeres tienen su propio concurso y “ellas” (así lo dijo, sí, como asegurándose de que quedara bien clara la diferencia) el suyo, y que “respetaba el tema, pero no lo compartía”.
Bien anotaba la periodista Leila Guerriero en una columna de El País de España que ese “lo respeto pero no lo comparto” es simplemente el eufemismo de “lo desprecio” que encontraron muchos para no sonar tan mal. Y aunque es cierto —qué le hacemos— hay que celebrar que, a pesar de su evidente prejuicio, a Morales no le quede más opción que competir contra Miss España en un concurso que resulta cada vez más obsoleto.
Creo que el tema va por ahí. Me parece maravilloso que Ponce le haya salido al paso a esas declaraciones pueriles diciendo que su objetivo es, sobre todo, dar a conocer su condición y concientizar sobre la necesidad de educar en la diversidad, lo cual es necesario, pero me sigue pareciendo curioso que, para hacerlo, se preste a participar en un concurso que continúa perpetuando los viejos estereotipos machistas de belleza física que están ahí desde hace años.
A estas alturas, creo, deberíamos preguntarnos porqué nos gustan los reinados de belleza. ¿Qué hay de bueno en ver a unas niñas desfilando, exhibiéndose, y respondiendo cualquier cosa que seguramente no les compete mientras todo el mundo espera que se equivoquen para burlarse de ellas? Porque eso sí: nada parece hacernos sentir tan superiores, tan inteligentes, tan brillantes, como reírnos de la barbaridad que dijo tal o cual reina en un momento de nervios. Como si estuviéramos libres de que nos pasara lo mismo en caso de que nos prestáramos para semejante espectáculo.
No se trata de prohibir, qué tal: por ahí no es la cosa. Lo ideal sería simplemente que este tipo de concursos se acabaran solitos cuando sigamos entendiendo que no tienen mucho sentido. ¿Por qué nos hace sentir orgullosos que Colombia tenga una Miss Universo y nos se cuántas virreinas universales? ¿Qué más da? ¿Cómo nos beneficia semejante nimiedad? Por ese mismo camino, pues, propongo echarle cabeza al tal Reinado Internacional del Café, que lleva más de sesenta años coronando cada año una soberana. ¿De verdad nuestro producto insigne necesita una cara bonita para promocionarse? Estoy seguro de que podemos inventarnos algo mejor.
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