Mercedes Arango no sabía qué hacer con los trillones de segundos que le deparó el “pelotón de fusilamiento” de la jubilación hasta que encontró la respuesta en la lectura.
Felizmente, el azar barajó a su favor y la llevó a Abuelos Cuenta Cuentos, Acucu, de Medellín. En este voluntariado les pagan en asombros, sonrisas, dicha, zozobra y otras yerbas derivadas de la lectura de buenos libros.
“Lo bueno de leer es que cada libro es como el juego de muñecas rusas que se meten una dentro de otra”. Sostiene Mercedes.
En Comfenalco y en la biblioteca de La Floresta lee los lunes. Hay frecuente deserción de escuchas que no tienen con qué pagar el metro. Como no quiere ser la más rica del cementerio, con frecuencia financia los desplazamientos y los refrigerios.
Los miércoles el turno es para los niños de los Buen Comienzo del Barrio Cristóbal y de Belencito Corazón con su colega Flor María. De estas lecturas sale “toda babeada, moqueada y con el corazón a punto de salírseme por la emoción que me causan los enanitos”. Todos la quieren adoptar como abuela “septua-genial”.
La cereza en el pastel de sus días es la poesía que lee los viernes en el Sena. “Ya me sé un montón de poemas que me sirven para hacerle pistola con las dos manos al entrometido Alzheimer”. Sostiene, Pereira, perdón, Mercedes.
En el barrio El Salvador la acompaña el Acucu Jesús Antonio Arenas.
Sus pasos la llevan los miércoles al Refugio Santa Ana. Quórum total de abuelos y de monjitas que pegan teológicos ronquidos en siestas arrulladas por la lectura. El refugio es “lo más parecido al Edén que se puede encontrar en este manicomio de ciudad”.
“Las arrugas que les enmarcan la boca a las monjitas hacen un giro hacia arriba por los ataques de risa que les producen los cuentos de Cosiaca”, sostiene Mercedes quien con otro colega Acucu están armando biblioteca en cajas para empacar mangos. Los libros regalados incluyen obras del Marqués de Sade. Que no se entere la madre superiora.
Muchas veces lee sus poemas o cuentos. Como “Azul”, que le inspiró Héctor Ramírez, ciego de nacimiento, quien le enseñó el significado del valor y de la abnegación:
Al bajar del bus empezó a contar los pasos que lo llevarían a la biblioteca. El titubeo del bastón le aconsejó prudencia: había huecos nuevos. Por fin llegó a Comfenalco donde lo esperaban sus compañeros que también leían con los ojos de Elvira. Recordó que iniciarían “Azul”, de Rubén Darío. Él despreciaba la poesía; estaba seguro de que era una gran mentira inventada por el alma para mitigar el dolor de la vida. Sin embargo, hoy el título encerraba una promesa. Quizá en alguna estrofa encontraría la solución del enigma que lo atormentaba desde niño: ¿cómo será el color azul?
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