Recae sobre Buenaventura, una de las más interesantes ciudades del Andén del Pacífico, la fama de ser una de las más violentas del continente. Técnicamente rivaliza con una historia marcada por coyunturas y un entorno muy parecidos. Están Quibdó, jefa del río Atrato; Istmina, cabecera del río San Juan; Tumaco muy al sur, y Novita, antigua capital del oro. Culturalmente pertenece al Pacífico, y administrativamente es un municipio del Valle del Cauca que goza de exoneraciones como distrito especial. Es el puerto más importante de Colombia, por donde entra al país el 72% de la mercancía de importación.
Fue fundada en 1540, en plena conquista de América, cuando el marqués Francisco Pizarro desde Lima dominaba la escena continental después de dar, con solo 146 hombres, un golpe que desestabilizó al Impero Inca causando su disolución y convertirlo en un virreinato español. Buenaventura es 5 años menor que ciudades como Cali o Popayán y solo tiene 2 años menos que Bogotá. De esos casi 500 años de historia subsisten ciertos nombres, fuera de la actividad que es respaldada por la bahía que con su profundidad es ideal para el transporte marino. ¿Dónde está la historia, el pasado de Buenaventura?
A los puertos en el mundo le es muy difícil mantener una cara y una identidad histórica. Todo cambia, todo se mueve; aquí parece que el proverbio de que las cosas se parecen a los dueños se puede invertir y es el puerto que se parece a la mercancía que viene y la mercancía que se va. Un colegio ostenta el nombre del conquistador que fundó a Buenaventura, pero de seguro nadie es capaz de asociar a don Pascual de Andagoya con el pulsante puerto.
Aterran las estadísticas de muertos violentos y la horripilante tasa de impunidad. La muerte es parte de un proceso natural que en ciertos lugares y en ciertas épocas se desarrolla con más presteza, dejando al descubierto lo torpe que es el hombre para organizarse y fundamentar un orden que celebre la vida.
El Cementerio Central un lunes a las 3 de la tarde está más poblado que un centro comercial de reciente inauguración. Muchísima gente acompaña a uno o dos entierros y otra cantidad de deudos viene a visitar a sus difuntos. Se oye música en vivo o que proviene de potentes y portátiles equipos que la gente trae como parte de su duelo. Nadie se molesta si la banda de guerra del colegio despide al antiguo rector con bombos y platillos, literalmente. Flores de papel, tela, o de verdad, en los más bellos colores, decoran las lápidas creando muros de cromática psicodelia.
Al pie de las bóvedas se ven pequeños grupos de familiares que le hacen visita al difunto y celebran la ocasión con alcohol que es consumido por los vivos y al difunto se le brinda por igual.
A la entrada del campo santo hay serenateros que por una módica tarifa acompañan a la familia entonado las canciones que más gustaban al muerto. Combinan jolgorio y tristeza invocando cosas de la vida y así prolongar la permanencia en este mundo de alguien que definitivamente ya no pertenece a él.
Este cementerio levantado al pie de los rieles del Ferrocarril del Pacífico que hace muchos años ya no pasa, no tiene muros al fondo, su pequeña e insignificante entrada poco dice del drama que se alberga en su interior.
Con vital emoción en Buenaventura los muertos hacen parte de la vida por 4 años, tiempo prudencial para que el cuerpo físico se descomponga y los restos puedan ser trasladados a un osario donde el difunto seguirá gozando del emotivo amparo de sus familiares y amigos. Con mecánica rapidez el tiempo pasa debilitando la memoria. Miles de barcos siguen cruzando su bahía, urgidos de rotar su mercancía y en el Cementerio Central se sigue impartiendo una lección que muy pocos saben aprobar: ¡la insignificancia de la muerte ante tanta vida!
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