Como jamás haría un curso de lectura rápida, pudiendo practicar la lectura reposada, aún no termino las 896 páginas del tomo “Hallazgos y recomendaciones de la Comisión de la Verdad de Colombia”, entregado este martes, ni tampoco he completado las 515 páginas de “Cuando los pájaros no cantaban”, el poético tomo de voces testimoniales de víctimas del conflicto armado. Apenas concluí las 64 páginas de “Convocatoria a la paz grande”, la declaración que el padre Francisco de Roux presentó en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá este 28 de junio, cuando hizo preguntas que vale la pena volver a escuchar:
“¿Por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra política desde temprano y negociar una paz integral? ¿Cuáles fueron el Estado y las instituciones que no impidieron y más bien promovieron el conflicto armado? ¿Dónde estaba el Congreso, dónde los partidos políticos? ¿Hasta dónde los que tomaron las armas contra el Estado calcularon las consecuencias brutales y macabras de su decisión? ¿Nunca entendieron que el orden armado que imponían sobre los pueblos y comunidades que decían proteger los destruía, y luego los abandonaba en manos de verdugos paramilitares? ¿Qué hicieron ante esta crisis del espíritu los líderes religiosos? Y, aparte de quienes incluso pusieron la vida para acompañar y denunciar, ¿qué hicieron la mayoría de obispos, sacerdotes y comunidades religiosas? ¿Qué hicieron los educadores? ¿Qué dicen los jueces y fiscales que dejaron acumular la impunidad? ¿Qué papel desempeñaron los formadores de opinión y los medios de comunicación? ¿Cómo nos atrevimos a dejar que pasara y a dejar que continúe?”
Durante tres años la Comisión de la Verdad recogió 30.000 testimonios. Escuchó a niños, jóvenes, viudas, huérfanos, exiliados, indígenas, negros, personas en condición de discapacidad, sectores LGTBIQ+, militares, campesinos, empresarios, exguerrilleros, exparamilitares, expresidentes, exsecuestrados, políticos, académicos, sindicalistas, encarcelados, líderes sociales y ambientales. Miles de voces narraron sus vidas para contribuir al esclarecimiento del conflicto, a partir de un relato complejo, polifónico, coral, fragmentario y contradictorio, en el que caben múltiples historias que ayudan a sustentar las hipótesis explicativas sobre la violencia que vivió Colombia desde 1958, cuando empezó el Frente Nacional, hasta las primeras dos décadas de este siglo XXI.
La Comisión no ha terminado de publicar sus 11 tomos y casi nadie ha leído completos los dos que ya salieron, pero un sector ya dictó sentencia: “es un informe tendencioso para desprestigiar a las Fuerzas Armadas”, gritan sin leer, desde su propio sesgo, los sectarios que responden con metralla verbal cuando se habla de paz, y olfatean subversión cada vez que oyen la frase “derechos humanos”.
Los relatos de la Comisión parecen sacados de cuentos, novelas, películas y obras teatrales sin ficción. Son personajes contando vidas íntimas atravesadas por la tragedia y la resistencia: un líder indígena arrojado al río Sinú; una mamá desparecida en Putumayo, cuando su hija Diana tenía tres meses; una universitaria violada y torturada en el Cantón Norte. Repertorios de violencia que dejan de ser instante fugaz del noticiero para hablar desde la voz y el rostro de quienes los padecieron, y situarse en una geografía concreta.
Esta semana leí un perfil sobre Alfredo Molano. Cuenta que cuando empezó su trabajo en la Comisión se fue monte adentro a buscar las preguntas de la gente común: “¿Por qué las tierras de las que a finales de los 90 nos sacaron a punta de masacres, torturas y decapitaciones hoy están forradas de palma de aceite? ¿Por qué el Estado declaró al Ejército Nacional dueño temporal de nuestro caserío y nos condenó al destierro? ¿Por qué no nos deja volver? ¿Quién dio la orden de matar a todos los líderes de la Unión Patriótica en esta región?”.
Dice el padre Francisco de Roux que si hiciéramos un minuto de silencio por cada víctima el ritual duraría 17 años. Ya que no tendremos eso quisiera al menos el silencio respetuoso para terminar de leer este informe completo, como un ejercicio de duelo, reflexión y sanación, en vez de acallarlo con ruido. Merecemos escuchar a la Comisión, cuyo trabajo consistió en escuchar. Necesitamos aprender al menos eso.