Busqué en Google cuántas palabras escucha un ser humano en promedio durante un día. El algoritmo me sugirió varios “estudios” que indican que las mujeres decimos más de 20.000 palabras en una jornada, mientras que los hombres llegan a 7.000, pero mi inquietud no era saber cuánto hablamos si no cuánto oímos.
Otro estudio me dio una pista inicial para hacer un cálculo apresurado: la profesora Emma Rodero, del Departamento de Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, concluyó que la velocidad óptima del habla en español ronda las 180 palabras por minuto. Unos pasan el día en entornos ruidosos y otros en espacios silenciosos, pero si el promedio de un buen hablante son 180 palabras por minuto, eso equivale a oír 10.800 palabras en una hora y 86.400 durante ocho horas.
Yo que escucho pódcast todos los días, a veces con velocidad acelerada, debo oír entonces muchas más de 50.000 palabras diarias, sin contar las que me taladran desde la voz de la conciencia.
En medio de tanto palabrerío es difícil que algún vocablo quede resonando más allá de los breves instantes del eco de la voz. Sin embargo, eso me pasó hace poco con la palabra “compasión”. En el pódcast “Tercera Vuelta” los escritores Ricardo Silva Romero y Alejandro Gaviria charlaron sobre “¿cómo hacer una crítica leal, aquí entre nos, a los medios?” y una de sus conclusiones fue que falta compasión.
La conversación dura 26 minutos y el tiempo que dedicaron a la compasión fueron si acaso dos que resumo aquí: Ricardo Silva dijo: “el periodismo es parte de la literatura, un periodista es un escritor y un escritor es un profesional de la compasión: es una persona dedicada a entender los efectos. Lo que pasa cuando uno escribe siempre tiene consecuencias”. Gaviria complementó: “el poder del periodista, como todos los poderes, debe usarse con compasión, porque tiene el poder de arruinarle la vida a una persona. Está bien la denuncia soportada en la evidencia, pero algo tiene que haber de consideración con el ser humano”, y Silva agregó: “el trabajo no debe ser juzgar sino entender. Las novelas le enseñan a uno que no se puede contar una historia que no se ha terminado”.
¿Por qué me quedó resonando la palabra “compasión”? Creo que es una expresión en desuso, relegada por la “empatía”. El diccionario, siempre tan útil, deja clara la diferencia entre ambas: la empatía es la “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos” mientras que la compasión es la identificación con el que sufre.
Las religiones usan parábolas para enseñar la compasión, pero quizás hace falta aprender a conmoverse ante el dolor de los demás desde el mundo laico, y a valorar la compasión por fuera del sistema de premios y castigos del cielo y el infierno. El arte cumple ese rol ceremonial: el cine, el teatro y la literatura ofrecen la posibilidad de habitar temporalmente vidas que jamás tendremos. Que el espectador o lector pueda acercarse a la experiencia vital de un soldado, una prostituta, un polizón o un asesino ayuda a desarrollar la capacidad para sensibilizarse frente a las complejidades humanas. Por eso otras sociedades privilegian las artes desde el colegio y como eje básico para cualquier profesión, una formación que considero urgente en este país, en duelo colectivo por el conflicto armado.
Hace ocho días escribí sobre la infame megacárcel de Bukele en El Salvador, y recibí varios comentarios del estilo “los presos deben pudrirse en las cárceles”. Al leerlos pensé en “Cartas de puño y reja” un libro reciente que compila las misivas que Carolina Calle Vallejo escribió para que mujeres analfabetas que están en prisión en Medellín pudieran comunicarse con sus familiares. Les dejo un párrafo que le envía una interna a su hijo de 9 años, casi la edad de mi hija: “Niño, si vieras que en este lugar no puedo mirar la noche de frente. Llevo más de dos años sin una noche al aire libre. Mi cielo es el techo de la celda. Pero lo que nadie sabe, o lo que sólo tú y yo sabemos, es que traigo una lunita conmigo”.
Quizá para ella sea insuficiente la palabra “compasión”.