El 27 octubre de 1998 viajé como corresponsal de El Espectador a Petaqueros para cubrir una tragedia repetida. Un derrumbe tapó tres carros y cobró la vida de siete personas, aunque esas cifras sólo se aclararon días después.
John Silva, el fotógrafo que siempre me acompañaba, me llevó en su moto. John tenía una Vespa (todavía hoy viaja en una de ellas) que era un vehículo fantástico en términos periodísticos porque nos permitía sortear los enormes trancones que se registraban cada vez que debíamos informar sobre paros, bloqueos o derrumbes. La Vespa fue varias veces nuestra ventaja competitiva para llegar a tiempo al sitio de la noticia.
Petaqueros era una tristeza anunciada en cada invierno. Cuando no cobraba muertos ocasionaba el cierre de la vía que comunica a Manizales con Bogotá y con el oriente de Caldas. Diría que de un momento a otro Petaqueros dejó de ser un titular trágico, pero en realidad no ocurrió así, como por arte de magia: desapareció de los titulares porque una obra pública estabilizó la montaña que tantos muertos causó.
Se parece a la historia de Sabinas, saliendo de Manizales en la vía al Magdalena. Hubo muertos y cierres prolongados, pero luego de la tragedia del 13 de abril de 2011 en El Diamante, cuando una quebrada crecida arrastró un bus de Bolivariano en el que perecieron 18 personas, el gobierno nacional actuó. Siendo ministro de Transporte Germán Cardona Gutiérrez llegó inversión a la vía: hubo estabilización de taludes y canalizaron los pequeños arroyos que crecen en invierno. En la zona sigue lloviendo, por supuesto, y a veces hay derrumbes, pero desde hace años no se registran tragedias masivas como las que fueron frecuentes en otras épocas.
El pasado 12 de enero un deslizamiento en la vía entre Medellín y Quibdó se llevó una fila de carros. Van 39 muertos. La escritora Velia Vidal publicó el fin de semana en la Revista Cambio una columna con el listado doloroso de al menos 10 desastres ocurridos en los últimos años en las vías que van desde Medellín y Pereira a Quibdó, que han causado la muerte de 160 personas. Gente con nombre y apellido que empacó la maleta con la idea de pasar un tiempo con la familia, hacer una diligencia, visitar al médico o cerrar un negocio, y jamás regresó porque la desidia estatal se la tragó.
Cuando ocurren estas calamidades se suele informar: “ola invernal causa derrumbe” o “las lluvias generan un gran deslizamiento de tierra”. Frases que ponen el foco en el clima, en “San Pedro” y los aguaceros, y eluden que la ingeniería actual permite generar condiciones más seguras para las carreteras. Las obras cuestan millones, pero si no se hacen no es por falta de plata, porque para la corrupción siempre alcanza. Decir “desastres naturales” evita ponerles rostro a los funcionarios que con sus acciones o sus omisiones causan estas tragedias evitables.
Ayer en el Hay Festival de Jericó conversé con la periodista brasilera Eliane Brum sobre su obra “La Amazonía”. En un aparte de su libro ella escribe que Lilo Clareto, el fotógrafo que la acompañó durante más de dos décadas murió en 2021 asesinado por Jair Bolsonaro. El presidente de Brasil no le disparó para causarle la muerte, que es lo que se puede imaginar cuando se habla de asesinato, pero durante la pandemia de Covid 19 se opuso a la vacunación, el confinamiento y el uso del tapabocas y esas decisiones negligentes llevaron a Lilo a la muerte.
Leí esa forma de nombrar el deceso de su colega justo cuando en las noticias aparecían las imágenes de muerte en Chocó y pensé que quizás nos falta eso: un lenguaje menos sumiso que ilumine donde están las responsabilidades. En Chocó llueve mucho más que en otras regiones, pero si en los últimos años han muerto más de 160 personas en dos vías de ese departamento no es culpa del pronóstico del clima. Que la ingeniería vial del siglo XXI aún no haya llegado hasta Quibdó cuando ya ha transcurrido casi un cuarto de este siglo no es obra de Dios o de San Pedro: es abandono estatal para una región que ha sufrido pobreza, racismo y violencia en dosis muy superiores al resto del país.