En un futuro próximo los diccionarios ilustrados impresos, o al menos el portal Wikipedia, deberían acompañar la definición de “corrupción” con la imagen del abogado Emilio Tapia Aldana. Es un caso patológico de crematomanía y de pobreza ética. Su reciente vinculación a los casos de Centros Poblados y de Emcali evidencian que su paso por la cárcel por el Carrusel de la Contratación en Bogotá solo avivó su codicia.
 A este personaje nacido en Sahagún (Córdoba) lo llaman “el zar de la contratación” porque, a través de diferentes empresas fachada, lavó dineros a las mafias políticas que se hicieron a una buena tajada del erario con contratos irregulares. Fácilmente pudo haber denunciado a tiempo a los hermanos Moreno Rojas en el 2009 y detener el desangre de dinero proveniente de los impuestos de los bogotanos, pero Tapia cobró coimas que lo llevaron a adquirir casas, apartamentos, jets privados y hasta un yate. Bienes estimados en unos $100 mil millones.
 Su reputación como abogado se fue al piso. Se le acabó el matrimonio y las autoridades le hicieron extinción de dominio a algunas de sus propiedades. Lo condenaron a 17 años de prisión por los delitos de cohecho e interés indebido en la celebración de contratos. Creería uno que eso bastaría para escarmentar, pero en el caso de Tapia fue lo contrario.
 Su paso por la cárcel de La Picota y posterior encierro en las casas del Batallón de Ingenieros No.2 del Ejército, en Malambo (Atlántico), estuvo rodeado de denuncias por parrandas vallenatas y otras infracciones dentro de las prisiones. Actividades que evocan los comportamientos de los mafiosos tras las rejas y que solo se pueden llevar a cabo corrompiendo a guardas y directores de los centros de reclusión.
 A los 17 años de castigo le disminuyeron diez por colaborar con las autoridades y delatar a sus compinches. Empero, de esos siete restantes solo permaneció cuatro tras las rejas y en 2019 se le concedió la libertad condicional… para ser recapturado el año pasado por lo de Centros Poblados. Este programa debía llevar la internet a zonas rurales de Colombia con el objetivo de apoyar la educación de los menores de edad, pero poco o nada de esto se ejecutó y, por el contrario, derivó en la pérdida de $70 mil millones en anticipos. Tapias habría participado en uno de estos contratos, que terminaron acuñando la expresión “abudinear” como sinónimo de “robar”, porque era Karen Abudinen la cabeza del MinTic y principal responsable del proyecto de conectividad.
 Nadie, todavía, usa la expresión “tapiar” para referirse al cohecho.
 Ahora, tras las rejas en la cárcel de El Bosque en Barranquilla, Emilio Tapia colabora con la Fiscalía para desmontar el entramado de corrupción que hay en las Empresas Municipales de Cali (Emcali). Uno del que hizo parte en 2021 (cuando estaba en libertad condicional) a través de unas firmas encargadas de la fase inicial de la Planta de Tratamiento de Agua Potable (PTAR) en el barrio caleño de Puerto Mallarino. Para acceder a los contratos que ascienden a los $6 mil 200 millones, Tapia habría falsificado los Certificados de Cupo de Crédito Aprobado.
 Asombra, incluso a los investigadores de la Fiscalía, el grado de perfeccionamiento y lo sofisticado de las maniobras de Tapia para acceder a contratos, falsificar documentos e influenciar personas. Es como los virus ante los cuales uno se vacuna, pero mutan a una cepa nueva y más contaminante. Su corrupta voracidad ha desfalcado la salud, la educación, las vías y el agua potable de los colombianos; también deja en ridículo a la capacidad de impartir castigo de la justicia nacional. Emilio Tapia ha logrado salirse con la suya. La “tapiología” debería ser un caso de análisis clínico y jurídico.