Mañana se cumplirán quince días de la coronación de Carlos III de Inglaterra y la reina consorte Camilla Parker-Bowles. Él proyecta una imagen de bobo antipático, malgeniado e inútil. Ella, la de una soberana… bruja (por culpa de Walt Disney), única monarca identificada por el apellido de su primer marido. Él, malquerido por torturar y abandonar a una verdadera princesa, como Lady Di. Ella, brillante trepadora, que quiso imponer a sus hijos sin títulos, sobre los de Carlos, que los ostentan todos.
Los ungieron en medio de rumores. El principal, la eventual infidelidad del príncipe heredero Guillermo con una exmodelo harto común. Digno hijo de su padre, habría engañado a su esposa, amada por los ingleses y la prensa. Los Windsor son alérgicos a la belleza y a la inteligencia, y adictos a los escándalos, que se han cuidado de provocar cada generación, desde Jorge V. Éste no vaciló en permitir el asesinato de su primo e íntimo amigo el zar Nicolás II, pero se cuidó de reclamar sus joyas.
Lo que no es conseja, ni profecía de presuntos Nostradamus, es el rechazo de millones de sus súbditos. Muchos no se sienten representados por el inefable Charles; otros no ven utilidad a la monarquía, sin importar quién esté en el trono. A casi todos molesta su privilegio medieval de ser mantenidos por el pueblo, así naden en la plata.
La víspera de la coronación, desde 12 países de la Mancomunidad de Naciones (Commonwealth) británica se anunció la intención de desconocerlo como su jefe de Estado. Si bien algunas son naciones que rara vez se oye mencionar, propinarían un duro golpe a la estabilidad del grupo. Rechazan la negativa a asumir la responsabilidad por siglos de colonialismo, genocidio, saqueos, esclavización y deculturación cometidos por los británicos en nombre de su Corona. Exigen disculpas oficiales y reparaciones, incluida la devolución de patrimonio cultural conservado en museos ingleses.
El primer ministro del Reino Unido responde al clamor con frases edulcoradas y promesas vagas. Paradójico, porque sus ancestros nacieron en la India, país en el cual los británicos cometieron muchas atrocidades.
Otros reyes son conscientes de la crisis del sistema monárquico y se esfuerzan por salvarlo, casi siempre quitando privilegios: la reina Margarita de Dinamarca despojó del título de príncipes a cuatro de sus ocho nietos. O envían a sus vástagos a estudiar, prohibiéndoles usar sus preeminencias. 
También aprenden a trabajar. Como la archiduquesa Sofía de Habsburgo, esposa de príncipe, quien triunfa como diseñadora de bolsos.
Con cada vez más frecuencia se casan con plebeyas. Escasean las princesas y se debe refrescar los reales genes. La endogamia de sangre azul degenera la especie monárquica. Hay que impedir el surgimiento de más Carlos, Harrys, Andreses o Juan Carlos. Y refrenar lenguas, como la de Carlos Gustavo de Suecia, cuando le preguntaron por el secreto de su prolongado matrimonio: “Baños separados”. Era broma, pero los suecos no tienen humor. Son algo así como un Don Jediondo decente y sin risa idiota.
A pesar tener a reyes y príncipes como sus peores enemigos, las anacrónicas monarquías se niegan a desaparecer. Algo tendrán, más allá de su valor simbólico. A pesar de las crecientes resistencias, también fascinan a las multitudes. De ello no escaparon ni los dirigentes comunistas soviéticos. Ahora sucumbió Petro, quien sacrificó sus ideales para dejarse condecorar por Felipe VI de España, con ministra en tenis a bordo. Austeridad en el gasto. Había que guardar los euros para que la primera bailarina de la Nación hiciera verónicas en Londres, a ritmo de mapalé. No habrá otra oportunidad, porque la Corona inglesa ya va en Camilla.