Con cada vez más frecuencia, se ve en aeropuertos y terminales a viajeros que no los espera nadie. Eventualmente, algún chofer particular sobresale entre el gentío con una pancarta improvisada y su nombre garrapateado, pero ésta es más una práctica empresarial.

Lejanos están los tiempos en que toda la familia, y ‘toda’ era una multitud, salía a recibir al viajero, con gran algarabía. Los mayores se disputaban el privilegio de dar el primer abrazo y los menores iban para ver de cerca los aviones, que no dejan de fascinar con los años, y con la secreta esperanza de recibir algún regalito. Esta escena todavía puede verse en los terminales internacionales, aunque si todo lo que entrañaba antaño. Quizás porque las familias ya no son numerosas.

Es que, a pesar de lo fácil que es ir a cualquier parte, por aire o por tierra (menos por las vías donde señorea la ineptitud de Pacífico 3), viajar conserva mucho de la magia, la esperanza, la alegría, el dolor y la incertidumbre que embargaba a los pocos que salían de los límites comarcanos, cuando el mundo era más grande. Y a sus seres queridos. Lo usual era nacer, vivir y morir en el mismo lugar. 

Antes de ser inventado el automóvil, o cuando aún no se conocía por estos lares, se viajaba a pie y pocos podían darse el lujo de ir a caballo o en mula. Todo quedaba lejos: desde Manizales era casi un mes de viaje a Bogotá; quince a Cali, veinte a Popayán y ocho a Medellín, por trochas intransitables, ríos caudalosos y desfiladeros pavorosos. Había que atravesar selvas pobladas de fieras. (Los antioqueños eliminaron este problema, pues derribaron cuanto árbol se puso en su camino).  

Si el viajero tenía bienes, hacía testamento, pues eran altas las probabilidades de no llegar al destino, o no regresar. Si coronaba con éxito la primera etapa, llegaba directo a la cama, para reponerse del maltrato de la montura, el esfuerzo de vadear ríos, las hambres y las noches a la intemperie. Cuando el viaje era para visitar a los familiares, se quedaba “siquiera” un año, para que el riesgo “valiera la pena”. En ese entonces los huéspedes no empezaban a oler a pescado pasados tres días…

Las cartas escritas con antelación daban cuenta de la salida y uno o dos días antes de la llegada, el peregrino enviaba aviso verbal, o redactado en una ‘boleta’. Apenas se tenía certeza de la llegada, comenzaban los revuelos en casa para recibir al pariente, a quien hacía años no se veía o no se conocía. Era preparada gran cantidad de fiambres, sudado de gallina envuelto en hoja de biao, y cuantos podían salían como en desfile a toparlo varios kilómetros antes del destino. Unos iban a caballo, otros a pie. A los niños los llevaban en silletas cargadas por peones. Apenas se divisaba en la distancia el esperado, las señoras tendían manteles en la hierba para agasajarlo, pues suponían que vendría “transido” de hambre. Al regreso se unían más familiares a la romería y todos se quedaban para escuchar la crónica del viaje, que era celebrada con exclamaciones y comentarios.

Si el llegado vivía cerca, el ceremonial se repetía a escala reducida, pues se enviaba a los niños “a encontrarlo”. Iban en carrera y regresaban en gavilla, cargados, colgados, tomados de la mano, felices de tener en casa a un ser querido.

Ya no hay topes ni encontradas. Lo común es ver al viajero solo, rodeado de maletas, esperando un taxi, con la secreta, y vana, esperanza de que venga alguien conocido a recibirlo…