Hace 40 años, millones de colombianos rebosaban orgullo: Gabriel García Márquez recibiría el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, Suecia. Se complacería su deseo de celebrar allá con cumbias y vallenatos. Era también una manera de atraerlo al país, del cual se había autoexiliado. Por lo menos, que dejara de hablar mal de él.
A la antropóloga Gloria Triana, directora de la Oficina de Festivales y Folclor de Colcultura (no había ministerio) fue encomendada la conformación de la delegación cultural, burlonamente denominada Rumba Nobel. A excepción de San Andrés y Providencia, fueron incluidas todas las regiones folclóricas: por la Costa Atlántica irían los vallenatos Hermanos Zuleta, Diomedes Díaz y Pablo López. También Totó La Momposina y 19 bailarines y cuatro músicos de la Escuela de Danzas Folclóricas del Atlántico.
La región Pacífica sería representada por Leonor González Mina, ‘La negra grande’. Los Copleros del Tranquero llevarían la música de los Llanos Orientales. La Zona Andina sería representada por 16 bailarines y cinco músicos de las Danzas del Ingrumá, de Riosucio.
Sonia Osorio intrigó ante el presidente Belisario Betancur, para que desmontara a “toda esa gente bruta, corroncha y gritona” y llevaran su cofradía de maniquíes. El propio escritor se opuso. Al embajador colombiano en Suecia le horrorizaba que “la solemnidad del Premio Nobel fuera empañada por una parranda” y el columnista D’Artagnan de El Tiempo vaticinó “el oso de Colombia”.
La inclusión de artistas caldenses en tal delegación fue recibida con absoluta indiferencia. Como no fue incluido ningún manizaleño, ni los de mostrar, ni los de esconder, no valía la pena. La entonces gobernadora, tan soberbia como inútil, se negó a recibir al grupo de danzas caldenses. Su secretaria les tiró la puerta y la encargada de pasaportes puso todos los obstáculos para expedirlos. La amenaza de denunciarla en La Patria doblegó la arrogancia de la fulana. En cambio, en Riosucio hubo un movimiento cívico espontáneo para dotar a los artistas de ropas de invierno. Un odontólogo arregló gratuitamente las dentaduras de los campesinos.
El viernes 10 de diciembre de 1982 fue el banquete oficial en honor de los ganadores del Nobel en el Palacio del Ayuntamiento de Estocolmo. Estaban los reyes de Suecia y la nobleza europea. Los bailarines bajaron descalzos por las escaleras de mármol. Afuera hacía un frío de -12°.
La ovación de la aristocrática concurrencia desmintió a los arribistas augures colombianos y ahuyentó del novelista el oculto terror que tenía con el cacareado ‘oso’. El principal diario sueco tituló: “Los amigos de García Márquez nos enseñaron cómo se celebra un Nobel”.
El espectáculo fue televisado en directo a más de 50 países. La precaria tecnología de la televisión nacional obligó a ‘pegarse’ de un canal venezolano, que, a su vez, tomaba la señal de uno francés. Cuando iba a comenzar, quedó la pantalla en negro… para siempre. Al otro día, unos campesinos pidieron audiencia con el alcalde de Riosucio, para denunciar que los de Anserma habían saboteado la transmisión y que los riosuceños no pudieran ver sus danzas.
Hubo cuatro presentaciones más en la capital sueca, todas aclamadas. Ya en el aeropuerto, los directores artísticos compraron un osito polar de peluche y lo enviaron con la Negra Grande de regalo para D’Artagnan: “Éste fue el oso que hicimos los colombianos”. Silencio en el tendido…
Mientras el país celebraba el triunfo de su cultura, García Márquez jamás escribió sobre ello. Propio de su talante.
Cuarenta años después, en Caldas no han entendido el significado de su presencia en Estocolmo. ¿Será porque no fueron manizaleños o siguen embrutecidos con la falacia de la colonización antioqueña?