La inteligencia artificial ha llegado para transformar múltiples dimensiones de nuestra vida, y el sistema judicial no es la excepción. Su impacto ya es innegable: agiliza búsquedas, organiza expedientes, detecta patrones y contribuye a descongestionar procesos. Sin embargo, su incorporación exige claridad constitucional y un consenso doctrinal sobre los límites que garanticen que la tecnología nunca suplante aquello que constituye la esencia del Derecho: la humanidad del juez.
La Corte Constitucional ha sido categórica en este punto. En la sentencia T-067 del 2025, el Tribunal advirtió que la IA solo puede cumplir funciones de apoyo, nunca de decisión, pues el “juez natural” es una garantía irrenunciable del debido proceso. Esta advertencia fue reforzada en la sentencia T-323 del 2024, donde la Corte dejó establecido que cualquier herramienta tecnológica en los despachos debe respetar la autonomía judicial, la motivación propia de cada providencia y la imposibilidad de que un algoritmo sustituya la valoración humana de las pruebas.
Es decir, la IA puede asistir, pero no puede juzgar. Puede ordenar, comparar y sugerir, pero nunca reemplazar la intuición, la empatía ni la comprensión integral del conflicto humano que solo posee un juez. Como afirma Luigi Ferrajoli, “el juez natural es la garantía suprema de imparcialidad”, y esa garantía no puede ser delegada a una máquina.
Incluso la cultura contemporánea ha empezado a explorar esta tensión. La película española Justicia Artificial (2024) plantea el dilema entre una justicia rápida, algorítmica y supuestamente neutral, y la justicia lenta pero humana, capaz de entender matices, contextos, vulnerabilidades y emociones. La pregunta que deja es profunda: ¿queremos decisiones que parezcan justas o decisiones que realmente lo sean?
Por eso, la doctrina ha insistido en que la IA debe integrarse al sistema judicial de manera gradual, transparente y con regulación clara. Su uso debe estar acompañado de controles democráticos, procesos auditables y la participación activa de la academia jurídica, que tiene la responsabilidad de formar a los futuros operadores judiciales para comprender, supervisar y limitar estas herramientas.
Además, así como el acceso a internet se ha reconocido en muchos países como un derecho fundamental para participar en la vida social y democrática, es razonable pensar que el acceso responsable y equitativo a la inteligencia artificial se convertirá en un complemento de ese derecho. Un ciudadano que no pueda interactuar con estas herramientas o comprender su uso quedará rezagado y en desventaja frente a un Estado que sí las utiliza.
La justicia del futuro debe ser más eficiente y más accesible, pero jamás menos humana. La IA es un instrumento poderoso para descongestionar y agilizar, pero no es -ni será- el juez natural. La Constitución es clara: solo un ser humano, con criterio propio y responsabilidad ética, puede tomar decisiones que afectan la libertad, la honra y los derechos de las personas. La tecnología puede asistir, pero la justicia sigue siendo humana.