Un Estado democrático podría compararse con un accidente geográfico: una montaña, compuesta esta por tres cumbres de la misma o similar altura que semejarían las tres ramas del poder público, y también conformada por otros picos importantes pero de menor envergadura que equivaldrían a los órganos autónomos e independientes (órganos de control, Registraduría, Banco de la República, etc., etc.), y así sucesivamente. La base o pie sería el poder popular que la sostiene o soporta, tomada esta última expresión no solo como su puntal o sustentáculo, apoyo o sostén, sino también como el que la aguanta o tolera.
Hace pocos días estuvo en Manizales el Ilustrísimo (en España le dicen a los magistrados de alta Corte Excelentísimos) Dr. José Fernando Reyes Cuartas, a quien conozco no solo por coterráneo, sino por haber compartido con él estrado judicial en Caldas, y a quien le he seguido con atención su formación académica, su tránsito administrativo en la Procuraduría General, la docencia universitaria y, por supuesto, su ‘ascenso’ a la Corte Constitucional, a mi modo de ver, el supremo cuerpo judicial en Colombia, el ‘monte Everest’ de nuestra vasta montaña democrática. En su visita el doctor Reyes dijo entre otras cosas a los medios de comunicación, que la Corte Constitucional es el máximo sueño de un abogado, y llegar allí constituye el grado mayor y más grande honor de un jurista; lo que es absolutamente cierto; pero se hace necesario blindar a las altas Cortes -para lo cual debe inventarse algo, en verdad muy complejo-, para que no lleguen a las más altas montañas judiciales personajes que enloden o desdigan de su honor, integridad o pulcritud.
Y he mencionado la palabra ‘ascenso’, no porque esté contenida en el estatuto o sistema de carrera judicial como mecanismo para alcanzar la máxima aspiración o meta en una de sus prominentes cimas, y ser así investido y revestido con el verdadero honor que otorga la impoluta toga -el concurso de méritos siempre tan refractario para ese orden judicial en la Constitución-, sino porque nuestro magistrado de la Constitucional se lo ganó, en franca lid, no solo por su excelsa formación y experiencia profesional, sino por el esfuerzo personal propio, los mismos que otrora no le fueron útiles en sus aspiraciones a la sala penal de la Corte Suprema de Justicia, tal como le sucedió a otros colegas suyos que, para poder serlo, se vieron forzados a emigrar y codearse en la gran capital. Su elección no obedeció entonces a su incorporación a alguna lista de las que elabora discrecionalmente el Consejo de la Judicatura, sino a la única opción o alternativa de la que disponía, nada fácil en verdad, para ser funcionario de la máxima Corte: ser postulado directamente por el órgano superior de la justicia ordinaria, y luego ser elegido por el Senado. Y me pregunto, ¿Qué motivos y sensaciones tendrán hoy quienes le negaron u omitieron la posibilidad de que pudiera ser integrante de la Sala Penal, su especialidad, en la Corte Suprema de Justicia?
Indudablemente la supremacía que ostenta la Corte Constitucional no tiene discusión en nuestra organización judicial e institucional actual; es un órgano político por su origen, estructura y conformación, en la que los jefes del ejecutivo nacional, con sus ternas, buscan respaldo a los intereses que defienden y que las Cortes con sus candidatos tratan de equilibrar; preeminencia que se descubre o deduce fácilmente tanto de la facultad que ostenta para revocar o modificar las sentencias de cualquier juez de la república, o sea, que tiene el don de ser la ‘última palabra’ en materia judicial; como de decir qué es, qué quiere y cómo se interpreta la Constitución nacional, complementar la legislación, e imponer cargas a las otras dos ramas del poder público, en aparente oposición al constitucionalismo estadounidense (Robert Post y Reva Siegel “Constitucionalismo Democrático”) donde se discute que, “es inútil afirmar que la supremacía constitucional consiste en otorgar a los tribunales la última palabra o la autoridad definitiva para determinar el significado constitucional”.
En las manos de los magistrados de nuestro Tribunal Constitucional, hoy bajo la presidencia del Dr. José Fernando Reyes Cuartas, auténtico y verdadero fastigio del poder judicial, está no solo el futuro acceso igualitario a las otras cumbres de la justicia (Corte Suprema y Consejo de Estado), si ordenan o disponen que las listas de candidatos a tales corporaciones deben elaborarse de manera objetiva; sino que, además, siga poniendo en orden al país, puesto que con sus fallos ha hecho materialmente posible el catálogo de derechos, obligaciones y deberes de las personas; ha cambiado reglas, pensamientos y costumbres que eran intocables o inmutables hasta hace muy pocos años, y porque se yergue o erige como uno de los indiscutibles protagonistas de la salvaguarda de nuestra democracia.