Con más de 30 años de funcionamiento, la Corte Constitucional colombiana ha demostrado excelente independencia en el ejercicio de su función como guardiana de la Constitución, aunque esa independencia puede verse a veces. opacada por quienes resultan afectados en sus intereses con las decisiones que ella emite, o por el excepcional comportamiento “non sanctum” de alguno de sus integrantes, cuya mácula se hace difícil de borrar. También esa independencia podría verse comprometida por el afán que podría tener el Presidente de la República al postular sus ternas de candidatos.
Es indiscutible el inmenso poder político que tiene y representa esa alta Corte, el que a mi modo de ver ha sabido llevar con excelente prudencia y sobrada sabiduría, imagen que se ve reflejada en sus decisiones, en muchos de las cuales impregna su posición frente a un Estado muchas veces indolente o alejado de la realidad social que vive nuestro país, sin aportarle las soluciones que requiere o necesita, y allí precisamente es donde aquella ha entrado para realizar enmiendas y suplir omisiones o vacíos. 
Ese papel protagónico, defendido por unos y cuestionado por otros, le ha impuesto una dinámica al país, y al derecho en general, contribuyéndole en muy alta dosis a que Colombia sea distinto en su concepción democrática, de participación y de equidad. Por supuesto que aún le falta bastante camino por recorrer, le falta llenar muchos espacios, pero ha fabricado las bases que proyectan para una nueva concepción de nuestro Estado.  
Y uno de esos vacíos se halla en la conformación de las listas de candidatos para proveer vacantes de Magistrado tanto en la Corte Suprema de Justicia como en el Consejo de Estado.
En efecto; el artículo 231 de la Constitución, con la modificación que le introdujo la reforma constitucional del 2015, establece que los magistrados de esos Tribunales supremos son elegidos por las propias corporaciones “de lista de diez elegibles enviada por el Consejo Superior de la Judicatura tras una convocatoria pública reglada de conformidad con la ley”, y atendiendo a un equilibrio que debe haber “entre quienes provienen del ejercicio profesional, de la Rama Judicial y de la academia”. Por medio de un Acuerdo de dicho Consejo Superior se diseñó de buena manera el procedimiento, estableciendo los criterios de selección, entre ellos el mérito, y las etapas: Invitación o convocatoria, publicación de inscritos y observaciones, preselección, entrevista en audiencia pública y conformación de la lista de candidatos; con respecto al mérito, se indica que puede ser determinado cuantitativa o cualitativamente, En lo concerniente a la “preselección” de aspirantes, cuyo número oscila entre 15 y 30 preseleccionados, se desconocen las razones o motivos de la escogencia, pero sobre todo de la exclusión de cada inscrito. 
En verdad que el espíritu de la Constitución es que la vinculación al sector público se haga por mérito, que seguramente todos los candidatos y magistrados de alta Corte lo tienen, pero no existen reglas objetivas y claras, como en los concursos que incluye examen de conocimientos, en las cuales los aspirantes puedan ejercer control; y el órgano postulante puede verse incluso, sin ellas, sometido a presiones externas, u optar por elementos definitorios que pueden afectar el interés de quienes aspiran con mejor derecho a cubrir vacantes en aquellos tribunales de cierre, las cuales, por contera, evitarían o minimizarían algún asomo de arbitrariedad que se halla proscrita en un Estado democrático de derecho. Ese papel protagónico que ha tenido la Constitucional bien podría incidir en un momento dado en que se reglamente más claramente el proceso para escogencia de candidatos a ocupar vacantes de magistrado en la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, incluso por ascenso; con ello contribuirá en grado superlativo al derecho previsto en el artículo 40-7 de la Carta Política, dentro de un ambiente de igualdad y seguridad jurídica, y conforme se concibe por los artículos 1º y 2º del mismo estatuto superior ¿Podría ser esto posible?