Decía en la primera de esta entrega, que la posesión de un ilustre magistrado de una alta corte había suscitado conmoción mediática nacional no solo porque era la primera vez que no se hacía ante el presidente de la República, sino que lo hizo ante el presidente de la corporación judicial de la cual haría parte. Mientras para algunos fue un gesto gallardo y valiente, para otros fue un mensaje hostil frente al primer mandatario; para el posesionado un acto de garantía edificante de independencia y autonomía de la justicia.
La base del sistema democrático, según la teoría Montesquiana, es la división o separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) gozando todos de independencia y autonomía para que puedan cumplir sus funciones primordiales: expedir las leyes, administrar el Estado y dispensar justicia. Como esas tareas en el mundo moderno no se pueden ejercer de manera exclusiva, la Constitución establece que entre ellas debe haber una colaboración armónica desarrollando por ejemplo gestión administrativa el poder legislativo y el judicial, así como el ejecutivo también puede expedir normas con fuerza de ley, e incluso impartir justicia; de lo contrario sería no solo difícil el funcionamiento del Estado, sino que podría presentarse injerencia de un poder sobre el otro.
Se ha tenido por sentado que las leyes estatutarias (las hay también orgánicas, ordinarias) es la extensión o proyección de la norma constitucional, las cuales regulan determinadas materias (art. 152 de la Constitución), entre ellas la de administración de justicia, las que tienen un procedimiento especial, dentro de este, la revisión previa (antes de convertirse en ley) de la Corte Constitucional. El Decreto-Ley 2067 de 1991 regula el procedimiento de revisión de las leyes en el supremo tribunal constitucional, estableciendo que la Corte debe confrontar las disposiciones sometidas a control con los preceptos de la Constitución, pudiendo fundamentar la declaración de inconstitucionalidad en la violación de cualquier norma, en tanto que si el proyecto es declarado constitucional, se envía por la Corte al presidente de la República para sanción ejecutiva.
La Ley estatutaria de la justicia (270/96) había establecido que los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado “tomarán posesión ante el presidente de la República” (sin importar desde luego quién sea), lo que repitió el artículo 18 de la Ley Estatutaria 2430 de 2024 con idéntica redacción, pero la Corte Constitucional optó por hacerle un agregado a la norma, dando la opción de que tales funcionarios se puedan posesionar también ante notario en aras de preservar la independencia y autonomía judicial. Cabría preguntarse, ¿está ad libitum del magistrado que se va a posesionar, arriesgar una eventual transgresión de aquellos principios posesionándose ante el presidente de los colombianos? Si es así entonces hubiese sido menester haber declarado inconstitucional esa parte del precepto revisado.
La posesión es un acto formal y protocolario, solo se trata de tomar el juramento y obligarse, quien jura, a cumplir con el ordenamiento jurídico; las palabras que se dan en el solemne acto son también de etiqueta que, en modo alguno, pueden llegar a afectar la independencia o autonomía de un servidor judicial. ¿Acaso no podría generar mayor posibilidad de afectar tales principios la atribución presidencial de conceder permiso a los empleados públicos nacionales que lo soliciten, para aceptar, con carácter temporal, cargos o mercedes de gobiernos extranjeros? Con mi admiración hacia la Constitución, lo ideal era haber mantenido incólume que la posesión de los altos magistrados se hiciera solo ante quien simboliza la unidad nacional, sino, haberla declarado inexequible.