Nací en una familia grande, la menor de nueve hijos nacidos y de otros que no llegaron a este plano terrenal, pero que, según he aprendido recientemente en constelaciones familiares, también hay que tener en cuenta, en fin, ¡soy la menor de un montón! 
De la Navidad tengo las mejores memorias de mi infancia; siempre en familia. Recuerdo a mi mamá al lado del fogón de la casa de “La Chinca” revolviendo la natilla, a las empleadas atareadas armando buñuelos, que luego fritaban, pero al mismo ritmo que se ponían en la bandeja iban desapareciendo, pues a estos nueve niños nadie les daba abasto con los buñuelos. 
Para mí era traumática la matada del marrano (todavía lo sigue siendo), pero para el resto de mis hermanos era un espectáculo largamente esperado. Yo me iba a esconder detrás de mi papá, quien generalmente se quedaba jugando solitario en la habitación y tampoco participaba del ritual decembrino. 
No sé cómo se las ingeniaban mi papá y mi mamá para esconder los regalos, con tanto muchachito curioso y ansioso, esperando  la  llegada del Niño Dios, no sé si con mucha fe, pero sí con muchas ganas de estrenar o de recibir el juguete tanto tiempo esperado. Cuando pasábamos vacaciones en “La Chinca” uno de los rituales del 24 de diciembre era ir a la Misa de Gallo, así le decíamos a la misa de media noche, que se celebraba para conmemorar el nacimiento del Niño Jesús.  Recuerdo la iglesia y en el atrio, los perros del vecindario, que se colaban a la misa, ahora es común ver perros en las iglesias, pero en esa época no, así que era una de las curiosidades que para mi imaginación de niña era  maravillosa, siempre he amado los perros, así que verlos en ese lugar sagrado simplemente me fascinaba.
En esa época el árbol de Navidad era sencillo; un chamizo al que recubríamos pacientemente con algodón, para que pareciera un árbol invernal, tan diferente a los árboles de ahora, que son carísimos y cuya decoración cambia según el capricho de la moda, todo para sacarle más plata al que se deja llevar por esas veleidades. El pesebre fue el mismo toda la vida, aún sobreviven algunos camellos y ovejas del pesebre original y el Niño Dios de mi abuelita Sofía, hermosa figura de porcelana que ya no se exhibe en los diciembres, porque se volvió una reliquia. Las novenas se rezaban con mucha alegría y devoción, los villancicos se cantaban acompañados por unas panderetas hechas con tapas de gaseosa, que alguien aplanaba con mucha paciencia, algo que las nuevas generaciones no podrán conocer, pues ¿quién se pone a aplanar tapas de gaseosa en esta época, en la que todo se quiere de manera inmediata? 
La casa siempre estaba llena con todos los niños de la vereda, no importaba si era el hijo del agregado de la finca o el hijo del vecino del Alto Tablazo, en eso mi papá y mi mamá no discriminaban, como buenos liberales y nosotros menos, con tal de tener con quien jugar y hacer comitivas con lo que cada quien pudiera aportar a la comilona improvisada. 
¡Qué época tan feliz! Gracias Dios por tan bellos recuerdos de mi Madre, de mi Padre, de mis abuelos, tíos, tías, primos y amigos de la infancia, siempre bienvenidos en nuestra casa, porque si algo nunca debe cambiar es ese sentido de unión familiar en torno a la celebración de la llegada de nuestro Dios y salvador Jesucristo. A todos les deseo una Feliz Navidad.