Luego de la muerte y los funerales del asesinado Miguel Uribe Turbay, desconfío de esos llamados facilones a “bajarle al tono”, a hacernos pasito. Por esa vía terminamos acomodándonos en las ideas más convenientes para ciertos sectores —casi siempre el nuestro—, sacamos del debate las conversaciones difíciles y confundimos con violencia el argumento fuerte o la irreverencia del otro. Ese consenso fácil me parece apenas una forma de sacar del baile, con disimulo o con violencia, a los disociadores que no pudimos convencer.
Creo más en la idea de lograr hablarnos durito, pero en paz, sin matarnos, sin sacarnos del baile. Es el verdadero reto de este país, que es capaz de perder los estribos en un debate acalorado, pero también de eliminar o silenciar al contradictor en medio de la discusión más acartonada. Lo crítico siempre ha estado ahí: en el “perder los estribos” y en el “eliminar o silenciar”, más que en el contenido del debate. El verdadero llamado conciliador está menos en el tono y más en las formas violentas con que queremos tener la última palabra.
Con los funerales de Uribe Turbay y sus discursos recordé una columna de Ricardo Silva Romero en El Tiempo (de junio de 2012), escrita días después del atentado contra Fernando Londoño Hoyos. Se llamó “Voz” y comenzaba: “Es una fábula ejemplar… cuenta la historia de una sociedad sin Dios ni ley que está lejos de aprender que matar es matarse”.
Si siguiéramos la fábula, el protagonista sería hoy el asesinado Miguel Uribe Turbay: congresista con mucho de uribismo en el fondo y algo en la forma. Nieto de un presidente, Turbay Ayala, quien impulsó el Estatuto de Seguridad: el episodio más cruel de militarización y torturas del Estado en Colombia, documentado por la Comisión de la Verdad (leer acá: https://shorturl.at/Z4AQ5)
Uribe Turbay dirigió la Secretaría de Gobierno de Bogotá, de donde en el 2016 salió un concepto jurídico que culpabilizó a Rosa Elvira Cely por su propia violación y asesinato (https://shorturl.at/RzxVN). En 3l 2022 sostuvo que la clase media en Colombia ganaba entre 25 y 60 millones de pesos (https://shorturl.at/2srDm). Y minutos antes de ser asesinado insistió en que los colombianos de bien tenían derecho a armarse (https://shorturl.at/iuoiq). Esa idea de culpabilizar a las víctimas. Esa percepción deformada de la realidad de varios de nuestros políticos de élite. El no reconocer a las armas como el verdadero “tono” al que hay que bajarle.
Hago este recuento, como Silva lo hizo con Londoño, porque al resaltar el “tono” del asesinado se enfatiza nuestra tragedia y nuestra urgencia de cambiar la forma de debatir. No se trata de repetir el refrito de Voltaire que dice que “estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”. Se trata de que, así no estemos de acuerdo, así nos parezca subido de tono lo que nos digamos, defenderemos nuestras vidas como única opción para decirlo.
Necesitamos reglas más básicas que bajar el tono. Sancionar los discursos que justifican la eliminación del otro —nada de “dar balín”, nada de “erradicar a la izquierda”, nada de “sacar a la derecha del camino”—; excluir cualquier llamado al uso o proliferación de armas en la política; valorar los datos, hechos y pruebas como una forma de lealtad con la realidad, aunque sigamos en desacuerdo con ellos; y salirnos de los algoritmos de redes que premian la rabia, sabiendo que lo que tenemos por decirnos es más que lo poco que nos hace perder los estribos. Que podamos “detestarnos en paz”, sugirieron los hijos de Londoño Hoyos en el 2012. “Que la gente se insulte para que no se mate”, terminaba entonces Silva Romero su columna.