Juan Fernando González. 28 años. Asesinado en abril del 2024 en zona rural de Manizales, en la vía hacia Gallinazo. Heridas de arma de fuego. Tenía antecedentes por doble homicidio agravado y porte ilegal de armas. No era un muerto más. Hasta ese momento, nos decían, la ciudad llevaba 64 días sin homicidios. A nuestras autoridades les fascina contar cuánto llevamos sin este tipo de muertos: un fin de semana sin homicidios, dos semanas sin…, 30 días sin…, y así.

Pero en el 2025 la cuenta ha cambiado. Ahora sumamos cuántos homicidios por sicariato llevamos en cinco meses. En ese lapso, La Patria ha reportado cinco asesinatos bajo esa modalidad. Entonces la sensación es que Manizales puede pasar de una racha sin homicidios a una racha de sicariato en poco tiempo y sin despeinarse.

 Como le hemos dicho en Manizales Cómo Vamos, desde el 2019 estas rachas sin asesinatos nos han dejado las mejores cifras en años, al punto de mantenernos como la capital con la segunda tasa de homicidios más baja. Pero esas mismas rachas abren interrogantes: ¿son el resultado de políticas explicables y replicables, o reflejo de una dinámica criminal ajena a la acción estatal?

Es posible que estos asesinatos no deterioren con gravedad nuestra seguridad, y que al final del año mantengamos la tasa baja. Lo preocupante es que pasemos tan fácil de la paz a la violencia sin entender por qué. Estudios han demostrado que estos cambios repentinos en la violencia organizada —como el sicariato— suelen responder a estructuras con capacidad logística y territorial para operar.

Ante esto, las explicaciones vagas de la Policía, como el “cruce de cuentas” o los “delitos de intolerancia”, pierden sentido. También se desdibujan las posturas que niegan la presencia de grupos armados, como si su tránsito o cercanía no afectaran la vida cotidiana.

En La lógica de la violencia (2006), el politólogo Stathis Kalyvas expuso una teoría reveladora: la violencia que ejerce un grupo depende del nivel de control territorial. Si el grupo tiene control absoluto, la violencia puede ser mínima e invisible, con estrategias de vigilancia y control a la población y sin recurrir al homicidio por largos periodos. Pero si ese control es disputado, la violencia se vuelve más visible, escalando desde el asesinato selectivo, como el sicariato, hasta formas más crueles de intimidación.

No digo que esto ocurra hoy en Manizales. Pero vale la pena incluir hipótesis como esta en el debate público. Para ello, debemos saber qué tan presentes están estos grupos criminales en la ciudad.

Desde el 2020, la Defensoría del Pueblo ha incluido a Manizales en sus alertas tempranas (ver: https://shorturl.at/g0Ufr). La señaló como refugio y punto de repliegue para estructuras criminales de alcance regional. También la identificó como sucursal de rentas ilícitas como el narcotráfico y los préstamos “gota a gota”, muchas veces camuflados bajo fachadas legales. Entre los grupos identificados están exmiembros del bloque paramilitar Cacique Pipintá, así como estructuras como La Oficina y La Cordillera.

La Defensoría incluso delimitó zonas urbanas en riesgo: Ciudadela del Norte, Universitaria, San José, La Fuente, Cumanday, La Macarena y Atardeceres. También mencionó zonas rurales como La Cristalina, La Garrucha, Fonditos y Alto Lisboa. Afirmó que “este tipo de amenazas cuentan con una oferta sicarial relevante que estaría en capacidad de materializarlas”.

Mientras la justicia avanza, la Alcaldía y las autoridades deben informar a la ciudadanía con claridad y detalle, sin cálculos ni disimulos en la gestión. Es claro que las estrategias de seguridad exigen reserva, pero no se puede olvidar que la libertad de vivir seguros empieza con el derecho a saber.