Juan es un joven que cursa grado noveno en un colegio de Manizales que funciona desde las siete de la mañana hasta la media tarde. El rector ha citado a su acudiente, pues la situación académica de Juan es crítica y apunta a un posible fracaso escolar.

A la reunión asisten el estudiante y su mamá. Tras recibir el informe académico y comportamental el rector le pregunta al joven:

- ¿Qué tiene que decir?

A lo que él responde:

- Rector, no quiero estudiar acá. El colegio es muy bueno, pero quiero tener el tiempo para jugar fútbol con el Once Caldas.

El rector se dirige entonces a la madre:

- Señora, ¿usted qué opina?

- Es un descarado, un sinvergüenza. Lo tiene todo, nada le hace falta, pero solo piensa en el fútbol y nada más. ¡Bien difícil fue conseguir el cupo en este colegio para que ahora salga con esto! No hay derecho. ¿Por qué siempre se tiene que hacer lo que a él se le dé la gana?

Acto seguido, el rector invita a la mamá a una reflexión:

- Señora, ¿tiene algún sentido obligar a este joven a estar en este colegio, aun sabiendo que obtendrá pésimos resultados? En cualquier proyecto, ¿no es esencial la firme voluntad de apostar por un propósito?

También la invito a considerar los intereses y el perfil vocacional de su hijo. Y a ti, Juan: el fútbol puede ser una alternativa de vida, que puede resultar o no, pero la educación sigue siendo la única posibilidad relativamente cierta.

Traigo a colación esta anécdota para evidenciar una situación recurrente cuando, en el seno familiar, se aborda el asunto de los perfiles vocacionales de los hijos.

Es muy usual que los padres quieran y esperen que hagan lo que ellos deciden, lo que muchas veces genera rupturas en las relaciones armoniosas, pues también es común que los jóvenes hayan explorado otras expectativas. Ser deportista o ser artista, por ejemplo, son vocaciones muy pretendidas por los jóvenes, pero muchas veces mal vistas por los padres.

Padres como la señora de la anécdota se resisten a que sus hijos “hagan lo que se les dé la gana”. Yo lo diría de otra manera: se resisten a que sus hijos hagan lo que realmente quieren.

Por su parte, los jóvenes se quejan porque sienten que están obligados a seguir el camino que sus padres han elegido, y no el que ellos mismos desean.

¿Qué es menos grave, que los hijos hagan lo que sus padres quieren o que hagan lo que a ellos les gusta? Pienso que el ser humano tiene el derecho a equivocarse haciendo lo que le gusta.

En cambio, no creo que los padres tengamos el derecho de imponerles un destino y que ellos, luego, sufran las consecuencias del fracaso que nosotros mismos les obligamos a construir.

¿Cuál es el problema con aceptar, apoyar y acompañar a nuestros hijos en lo que a ellos les apasiona? Pienso, por el contrario, que estaríamos en un estado ideal si lográramos que nuestros hijos se enamoren y se apasionen por lo que hacen. En un escenario así, creo que vamos por el camino correcto y con esperanzas de éxito.

La expresión “hacer lo que se les dé la gana”, a la que tradicionalmente se le ha otorgado un estatus peyorativo, se me antoja repleta de bondad y sabiduría. En ella caben el sentimiento, la pasión, el esfuerzo, el compromiso y la acción. Con estos condimentos, una buena sazón estaría garantizada. Buen provecho.