La educación preescolar, básica y media de las escuelas públicas colombianas siempre ha sido mirada con desencanto y apatía. La ausencia de buenos resultados, la baja calidad educativa, la alteración permanente de los tiempos de estudio, la obsolescencia de las instalaciones escolares, la impertinencia de los currículos y la discutible actitud de sus estudiantes, entre otras razones, justifican tal percepción desfavorable. De hecho, sus maestros y directivos, por lo general, educan a sus hijos y familiares en escuelas privadas.
Haciendo un comparativo con la educación superior pública, instituciones que también cuentan con serias dificultades presupuestales y organizacionales, observo que tienen excelentes niveles de calidad. Por eso, la Universidad Nacional y la Universidad de Caldas son las instituciones más demandadas de la región, pero incapaces de atender satisfactoriamente las solicitudes de cupos.
¿Qué ha sucedido entonces con la educación preescolar, básica y media? Compartiré mi opinión, nacida de mi experiencia, del análisis detenido y de la valoración juiciosa de las variables que intervienen en el fenómeno. No pretendo que mi posición sea excluyente y determinante; por el contrario, acepto el disenso y motivo la discusión.
Pienso que la responsabilidad es de todos. En primer lugar, de las autoridades educativas y legislativas, porque no han adelantado de cara al país las conversaciones que requiere la educación pública para construir las políticas que garanticen su pertinencia y calidad, ni han provisto los recursos suficientes para que dichas políticas no incrementen los anaqueles de la esterilidad. Pareciera que la educación es de aquellos asuntos que hay que atender por obligación, mas no por convicción.
En segundo lugar, de los maestros, porque llevamos por lo menos seis décadas ejerciendo el papel de contestatarios de los gobiernos (posición válida y justificada), pero no hemos asumido la actitud propositiva para encarar un asunto tan álgido y de interés nacional, ni mucho menos nos comprometemos con la construcción de la escuela que necesitan y merecen nuestros niños; por el contrario, hemos contribuido al deterioro y envejecimiento de la escuela que habitamos.
En tercer lugar, hay responsabilidad de los padres de familia, porque se han encasillado en una de dos cruentas realidades sin hacer nada por cambiarlas: o han salido raudos hacia el sector privado a demandar los servicios educativos aun a expensas de sus precarias condiciones económicas, o se han resignado a aceptar las condiciones de precariedad del sector público.
Finalmente, los estudiantes también son responsables, aunque en menor grado, porque además de ser las víctimas directas, aceptan la mediocridad y esperan aprobar sus ciclos de estudio sin mayor esfuerzo y disciplina. Desconocen que su actitud garantizará la sentencia final de no ser admitidos en la educación superior.
Ante este panorama, sin embargo, estoy convencido de que otra escuela es posible. No podemos sentarnos a esperar la llegada de un gobierno con la voluntad y el compromiso político suficientes en la educación para construir la escuela que merecen nuestros niños. Esta escuela la tenemos que construir los maestros, y debemos ser sus arquitectos. El artículo quinto de la Ley 115 de 1994 nos da las herramientas para ello. Comprometernos con esta gran tarea nos otorga toda la autoridad para seguir reclamando y protestando, y para hacerle un ajuste de cuentas al Gobierno nacional por su indolencia. Lo que es totalmente injusto e inmerecido es que la deuda la sigan pagando los niños con la calidad educativa que reciben y los hunde en la desesperanza.