Juliana tiene 15 años y cursa grado octavo en un colegio de Manizales. Vive con su madre, quien trabaja en una empresa industrial con demandas laborales muy exigentes, debido a los horarios y a las pesadas cargas de su oficio.

Un día de colegio, Juliana fue hallada en el baño sangrando por uno de sus brazos. Se había cortado durante un episodio de profunda tristeza. Recibió atención de la enfermería y del equipo psicosocial. No obstante, resultó imposible lograr que su madre se acercara al colegiopara atender la novedad de su hija. Tras varios intentos, contestó el celular. Al ser informada por la psicóloga, su reacción fue desconcertante:

- Yo no tengo tiempo, ¿otra vez lo mismo?

Horas más tarde se presentó una tía para hacerse cargo de la niña. El rector le indicó que era urgente que la madre se presentara y agendó una cita. En la entrevista, la psicóloga relató con detalle lo sucedido. La madre escuchó en silencio, y cuando el rector le preguntó por qué no había asistido antes, respondió:

- Yo trabajo todo el día, no me dan permiso. Incluso le mostré al supervisor y me dijo que imposible, que hoy teníamos entregas.

El rector, con tono sereno pero firme, preguntó:

- Señora, si este episodio hubiese terminado en una tragedia, ¿cree que la negativa de la empresa hubiera sido suficiente para justificar la pérdida de su hija?

- No, claro que no -respondió-, pero eso no va a pasar. Ella lo hace para llamar la atención.

El rector, sorprendido, insistió:

- Sé que las empresas en Colombia están obligadas a conceder permisos a los padres para garantizar la asistencia escolar de sus hijos. Pero ese no es el punto. Usted me dice que si se va de la empresa sin autorización pierde el empleo, y debo preguntarle: ¿prefiere conservar el empleo aun si eso implica poner en riesgo la vida de su hija?

- Rector, ya le dije que eso no va a suceder.

- Ni usted ni yo podemos garantizarlo. Pero hay algo que sí sé con certeza: como padres deberíamos sentirnos felices de que nuestros hijos quieran llamar nuestra atención. Lo preocupante sería que buscaran ser escuchados por otros que, muchas veces, no tienen las mejores intenciones.

La señora guardó silencio.

Esta historia, lamentablemente, se repite con frecuencia en nuestras instituciones educativas y en los hogares. La salud mental y emocional de niños y jóvenes se ha convertido en una crisis silenciosa, una epidemia que recorre el mundo. Los índices de suicidio son alarmantes. Muchos jóvenes quizás solo buscaban ser escuchados, pero fueron desestimados por sus seres queridos, acusados de exagerar, de hacer “bobadas” o, simplemente, de querer llamar la atención.

No sabemos cuántos de estos casos ocurrieron porque subestimamos la profundidad de su dolor, creyendo que sus heridas eran superficiales, cuando en realidad eran señales de un sufrimiento mucho más profundo. ¿Y si esos cortes aparentemente superficiales no eran más que un grito ahogado? ¿Y si la verdadera herida era del alma? Tal vez olvidamos medir la profundidad real de sus heridas.

¡Qué solos están nuestros niños! ¡Qué abandonados nuestros jóvenes! ¡Cuán inermes se quedan las políticas gubernamentales para garantizarles su salud, su vida y su bienestar!

Hago un llamado a todos los maestros para que tengamos el coraje de denunciar estos casos ante las autoridades. No permitamos que nuestra indiferencia nos convierta en cómplices de una tragedia anunciada.