Tomás creció en una familia bien constituida, donde la formación en valores humanos ha sido fundamental.

Realizó estudios de preescolar, básica y media en un colegio privado de la ciudad, destacándose por su excelente desempeño académico. Sus logros no solo le valieron reconocimientos, sino también becas y premios que ayudaron a aliviar las cargas económicas de su hogar.

Para cerrar con broche de oro su trayectoria escolar, fue exaltado como el “mejor bachiller” de su promoción. Gracias a sus sobresalientes resultados en las pruebas de ingreso, Tomás tuvo la oportunidad de elegir entre muchas universidades para continuar sus estudios de educación superior.

Se inclinó por la ingeniería, seducido particularmente por el estudio del llamado “oro negro”.

Durante su vida universitaria, repitió la historia de éxito. Además de múltiples reconocimientos académicos, recibió el mejor de los estímulos que cualquier estudiante universitario desea: fue vinculado a la nómina de la universidad en condición de monitor y comenzó a disfrutar de beneficios salariales. En menos del tiempo previsto, se graduó como ingeniero y compartió con alborozo su significativo logro.

Por su excelente perfil académico, por su labor como monitor y por su vinculación a grupos de investigación, fue contactado por varias empresas petroleras del país, interesadas en vincularlo profesionalmente.

En solo cinco años, hizo parte de las dos mejores empresas nacionales del sector, donde fue reconocido por sus excelsas condiciones profesionales y bellas virtudes humanas. Todo parecía marchar perfectamente, pero un día Tomás le dijo a su padre:

Padre, he decidido renunciar, no voy más en el mundo del petróleo.

Sorprendido, su padre le preguntó:

¿Qué pasó, hijo?

Y Tomás respondió:

Padre, no estoy viviendo. Vivo solo para el trabajo, no para mí. ¿Cuál es mi apremiante necesidad? ¿Qué me acosa? ¿Qué futuro me espera? ¿Cuándo voy a ser feliz? Mira, papá, tu fuiste muy pobre, la vida te acosó muchas veces, pero recuerdo gratamente que siempre estuviste con nosotros al amanecer, en las tareas de la escuela, y como si fuera poco, en las tormentas de la noche, alcanzabas a arrullar nuestros sueños.

Ante esto, su padre lo miró con serenidad y le dijo:

Hijo, ve en búsqueda de tu felicidad.

Tomás renunció a su trabajo. Emprendió algunos negocios que no prosperaron, viajó por el mundo, disfrutó del ocio y el descanso, cursó y culminó una maestría internacional, y se dedicó al cuidado de su condición física, que demanda largas sesiones de gimnasio.

Y fue entonces, en los últimos años, cuando descubrió un complejo campo de oportunidades, donde subyacen reservas importantes que, si son exploradas debidamente, permitirán la extracción de abundantes y preciados barriles.

Estos harán crecer la riqueza nacional y tendrán un impacto significativo en el producto interno bruto, gracias a la cualificación de su capital humano. Hoy, Tomás explora los yacimientos de la escuela: extrae lo mejor de sus estudiantes, les bombea gases de capital cultural y, asombrosamente, ha encontrado allí un laboratorio para su propia felicidad.

Esta historia de la vida real invita a reflexionar sobre varios aspectos fundamentales.

Primero, cuestionarnos si un maestro nace o se hace. Segundo, indagar cuáles son las verdaderas fuentes de inspiración que nutren la vocación docente. Tercero, evaluar si los programas de formación —desde la educación básica hasta el posgrado— responden efectivamente a esa vocación. Y, finalmente, preguntarnos si los concursos docentes realmente promueven y valoran dicha vocación, o si, por el contrario, se limitan a medir únicamente aspectos técnicos o disciplinares.

Con estas preguntas, invito a pensar en la verdadera esencia de la enseñanza y el papel crucial que juegan los maestros en nuestra sociedad.

Profe Tomás, bienvenido a la escuela. Aquí también necesitamos maestros ingenieros.