La primera gran provocación académica y política que recibí estuvo a cargo de Fernando Cantor, mi profesor de introducción a la sociología. Cantor, un autodenominado Marxiano y Hegeliano de izquierda, retó a una veintena de muchachos con ínfulas de rebeldes a leer Elogio de la dificultad, de Estanislao Zuleta. Esa lectura nos acercó a las discusiones kantianas sobre la mayoría de edad, la libertad y la autonomía, generando en muchos de nosotros cuestionamientos sobre la forma en que veíamos el mundo.
En su ensayo, Zuleta planteó una crítica radical al sistema de valores hegemónico, basado en el individualismo, el facilismo y la adoración a lo fastuoso y lo hedónico. Para el filósofo, el problema ni siquiera reside en aspirar con gran ambición, sino en anhelar mal, ya que “en lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor”.
Hoy asistimos a una crisis de valores similar. La discusión política se ha vaciado de contenido y significación y, en su lugar, han emergido narrativas binarias, inmediatistas y simplistas. Pasamos de las grandes escuelas políticas o de pensamiento a lo que Adriana Villegas denomina ideologías de supermercado: puritanismos que regañan, juzgan y cancelan, pero que nunca aceptan el rigor y la riqueza de un debate.
En lugar de fomentarse discusiones sobre la dirección de la economía, la búsqueda de armonía en las relaciones sociales o la orientación del cambio tecnológico, una porción cada vez mayor de los liderazgos políticos -los Trump y Bolsonaro del mundo, pero también algunos que dicen representar valores progresistas- promueven y sacan ventaja de la cultura del Clic, el Me Gusta, el Live y la Posverdad. La pauperización del pensamiento deviene en el empobrecimiento del lenguaje y este en la ruina del debate y las decisiones públicas.
Este vaciamiento de la esfera pública es definido por el filósofo Byung Chul Han como Infocracia, el gobierno de y a través de los medios, en el que el entretenimiento es el mandato máximo. Es más importante comunicar las bondades del líder, que promover estrategias de transformación del territorio; es más relevante posicionar nombres y caras, que invertir recursos para reducir la pobreza, bajar las tasas de suicidio o disminuir el desempleo. La infocracia enmascara la mediocridad de unos y oculta la venenosa agenda económica y social de otros, lo que al final, según Chan, “conduce a la decadencia de la facultad de juicio humana y pone en crisis la democracia”.
En contraposición de este debilitamiento del espectro público y colectivo, es tiempo de promover discusiones difíciles y construir un sistema basado en valores como la solidaridad, la diversidad y la reciprocidad. Bajo el marco que nos propuso Zuleta, para darle un giro a la mediocridad política y al déficit de democracia, hay que desear mejor y eso implica tomar distancia de los liderazgos nocivos de la época. Es momento de confrontar la crítica con argumentos, tejer diálogos dispares y significativos, buscar consensos en medio del caos y la diferencia, construir acuerdos a partir de la diversidad, aceptar que podemos estar equivocados, sabernos temporales y reconocernos como miembros de un colectivo.
Aceptar la dificultad no implica abrazar la idea religiosa del sacrificio o la negación del placer. Por el contrario, la urgencia del cambio de mentalidad puede inspirar la acción colectiva y nos debe convocar, como resaltó Zuleta “a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad”.